martes, 23 de agosto de 2011

El Puntero de Dios vs. el Puntero del Diablo.


EL federal, cuando llegó al pueblo para los últimos mítines electorales, quedó con la boca abierta, maravillado.

Dijo que secciones de órdago como la de Pepón no había otra en toda la provincia.

Cuando subió a la tribuna, de la concurrencia que atestaba la plaza se levantó tal tempestad de gritos y aplausos que temblaron los vidrios de las ventanas.

Pepón presentó al orador, y el orador, cesados los aplausos, se acercó al micrófono y dijo:

- Ciudadanos...

Tuvo que interrumpirse porque de la muchedumbre se levantó un murmullo y todos miraban hacia arriba.

Se oyó acercarse el zumbido y poco después apareció un pequeño aeroplano rojo que, llegado sobre la plaza, soltó media tonelada de pequeños manifiestos rojos.

Aquí se produjo una batahola, pues todos pensaban solamente en coger al vuelo los manifiestos.

También tomó uno Pepón y apretó las mandíbulas.

El orador explicó que verdaderamente los enemigos del pueblo tenían poca fantasía si no sabían cosa mejor que aferrarse a las acostumbradas viejas leyendas, y contrabatió con firmeza.

Renació la calma en la plaza, pero, en ese momento, el maldito aeroplano rojo reapareció y soltó pequeños manifiestos verdes.

- ¡Quietos todos! - gritó Pepón.

¡Los demócratas honrados no deben recoger las provocaciones de los adversarios vendidos al extranjero!

La plaza recibió con calma la llegada de los manifiestos verdes que describían el régimen de vida del obrero ruso, y el orador logró hablar durante cinco minutos largos.

Pero después el aeroplano volvió a mostrarse y todas las narices se levantaron hacia arriba.

No soltó nada.

- ¡Arde! - gritó la gente viendo un penacho de Humo negro salir de la cola del aparato, y hubo en la muchedumbre una temerosa ondulación.

Pero se trataba de otra cosa, porque el aparato daba extrañas vueltas en el cielo, el humo negro quedó suspendido en el aire y, poco después, la gente notó que el aeroplano había escrito con letras enormes: "Viva la D. C.”

Un aullido de furor se levantó de la escuadra de los activistas, y sólo cuando lo escrito se desvaneció retornó la calma en la plaza y el orador pudo reanudar su discurso.

Cinco minutos después volvía el sinvergüenza de aeroplano.

No arrojó nada sobre la plaza, pero llegado al límite del pueblo soltó una cantidad enorme de raros adminículos que descendieron ondeando mimosamente en el aire.

Se vio que eran pequeños paracaídas con un saquito atado debajo, y ya la multitud no pudo resistir, hubo una dispersión general y sólo quedaron alrededor de la tribuna las escuadras de activistas.

Cuando la gente volvió riendo, alguien trajo uno de los paracaídas a Pepón.

En el saquito estaba estampado: "Trigo enviado de Rusia", y dentro del saquito había una porción de papelitos de colores.

La muchedumbre, bajo los gritos de Pepón, dejó de reír, y el orador volvió a hablar.

Pero se oyó acercarse una vez más al delincuente del aire.

Entonces Pepón sintió que las tripas se le anudaban por la rabia y saltando del palco llamó a su escuadra y se alejó corriendo.

Cuando llegaron a la chacra del Largo se pararon ante un pajar.

- ¡Vamos, rápido! - gritó Pepón.

Los hombres sacaron de bajo la paja un grueso utensilio cubierto de bolsas, las que, quitadas, descubrieron una ametralladora de veinte milímetros, luciente de aceite.

La emplazaron; el Brusco intentó una objeción, pero Pepón no lo dejó concluir.

- ¡Estamos en guerra!

Si ellos tienen el derecho de servirse de la aviación, nosotros tenemos el de servirnos de la defensa antiaérea.

Por suerte el aeroplano había acabado su trabajo y se fue, sin que la defensa entrara en acción.

Pero ya el mitin había fracasado porque en el último lanzamiento el aparato había soltado medio quintal de ejemplares de La Campana, edición especial, con un vigoroso artículo de don Camilo.

Y todos, menos los activistas que se habían metido el diario en el bolsillo, habíanse puesto a leer.

El federal estaba negro.

No contestó siquiera a las excusas de Pepón.

- Compañero - dijo Pepón consternado, si lo hubiese imaginado habría emplazado la ametralladora antes de empezar, y después del primer lanzamiento lo habríamos liquidado.

Cuando la emplacé era demasiado tarde.

El federal se hizo explicar la historia de la ametralladora, palideció y la frente se le cubrió de sudor.

- En conjunto las cosas han ido bien - balbuceó mientras subía a su automóvil.

Mientras tanto, don Camilo, que había seguido los acontecimientos desde lo alto de la torre, atisbando a través de un ventanuco, estaba rogando con las manos juntas.

- Jesús, dame la fuerza de resistir a la tentación de tocar a gloria.

Y Jesús le dio la fuerza de resistir a la tentación.

Y fue un gran bien porque Pepón tenía un gato vivo en el estómago, y si hubiera oído sonar las campanas, no habría titubeado un segundo: habría vuelto corriendo al pajar, y sacando la ametralladora, habría abierto el fuego contra el campanario.

Así llegó el famoso domingo.

Pepón se acicaló, hinchó el pecho y salió de casa para ir a votar.

Llegado al comicio, como se puso en la fila, todos le dijeron:

"Pase, señor alcalde", pero él contestó que en un régimen democrático todos son iguales.

En realidad hallaba injusto que su voto valiera tanto como el de Pinola, el hojalatero, que estaba borracho siete días en la semana y no sabía siquiera de qué lado salía el sol.

Pepón se sentía fuerte como una torada.

Antes de salir había tomado un lápiz y señalado una decena de crucecitas en una hoja.

- Debe ser el voto más decidido de toda la comuna - le explicó a su mujer.

Así: zac, zac, y Garibaldi triunfa para vergüenza de los vendidos y los explotadores.

Pepón se sentía fuerte y seguro de sí como nunca, y recibida la boleta, se encaminó hacia el "cuarto oscuro" con jactancia feroz:

Sólo puedo dar un voto, pensó, ¡pero lo daré con tanta rabia que debe valer por dos!

Se encontró en la penumbra del cuarto con la boleta abierta y el lápiz apretado entre los dedos.

En el secreto del cuarto oscuro Dios te ve y Stalin no: pensó en la frase leída sobre uno

de los pequeños manifiestos que el maldito aparato había lanzado en el mitin e instintivamente se dio vuelta, pues le parecía sentir que alguien, detrás, lo estaba mirando.

Los curas son la peor ralea del universo, concluyó.

Llenan el cerebro de la pobre gente con un montón de patrañas.

Adelante: ¡cruz sobre Garibaldi!

Pero el lápiz no se movió.

Fue así como Pepón, no sabiendo qué hacer, debió de pensar en la maestra.

Siempre fuiste un bribón, le susurró al oído la voz de la maestra muerta, y Pepón sacudió la cabezota.

¡No es cierto!, jadeó.

Una gran bandera roja le pasó ante los ojos y Pepón dirigió el lápiz hacia la estrella con Garibaldi.

Pero el rostro pálido del hijo de Tormento se le apareció sobre la hoja.

América, si gana el Frente, ya no nos dará nada, le susurró al oído la voz de don Camilo.

¡Viles!, contestó Pepón, apretando los dientes.

¡Cien mil italianos prisioneros en Rusia no han vuelto! le susurró otra vez al oído la voz pérfida de don Camilo.

¡No debían ir!, contestó con ira Pepón.

Pero se le apareció la vieja Bacchini, que ya no quería votar más por nadie porque ningún Partido podía hacerle volver de Rusia al hijo, y Pepón se mordió los labios.

Compañero, le susurró entonces al oído la voz dura del comisario federal, el comunismo es disciplina.

Pepón apuntó decidido el lápiz contra la estrella con Garibaldi, pero oyó de nuevo la voz pérfida de don Camilo

- ¿Quién llenó las fosas de Katin?

- ¡Son invenciones infames!, respondió Pepón.

¡Eres un puerco vendido al extranjero!

Pero justo en ese momento le saltó a la cabeza la medalla de plata de don Camilo y su propia medalla de plata.

Las oyó tintinear como si chocaran una con otra, y daban el mismo sonido.

- ¿Y quién mató a Pizzi? susurró de nuevo la voz de don Camilo.

- Yo no he sido, balbuceó Pepón.

¡Usted sabe quién ha sido!

- Lo sé, respondió pérfida la voz de don Camilo.

Ha sido ése, ese mismo que está escondido bajo la estrella con Garibaldi.

Ustedes ya lo han matado una vez a Pizzi.

¿Por qué quieren matarlo otra vez?

Pepón acercó la punta del lápiz al cuadradito con la estrella y Garibaldi.

- Voto por todos aquellos que los otros nos han matado, dijo.

De repente oyó la voz del que fue jefe suyo durante la Resistencia, el saragatiano que había sido bajado de la tribuna y golpeado:

- Felices aquellos que quedaron para siempre allá en los montes, compañero Pepón.

- ¡Carne maldita!, susurró la voz de don Camilo.

Si no hubieran muerto allá arriba, también a ellos ustedes los habrían golpeado.

Pensó en el comisario que le arrebataba la comida al hijo de Tormento.

Pensó en el hijo.

Pepón vio que la punta del lápiz temblaba, pero una gran bandera roja ondeó ante sus ojos y lo reanimó.

- Contra todos los explotadores del pueblo que se enriquecen con nuestro sudor, dijo con rabia acercando la punta del lápiz al cuadrado con la estrella y Garibaldi.

- No es tu bandera, susurró la voz pérfida de don Camilo, y una tela tricolor ondeó ante los ojos de Pepón.

- ¡No, yo no traiciono!

¡Es inútil, malditos!, dijo Pepón acezando e inclinándose sobre la boleta.

Poco después salió, y cuando entregó la boleta temía que le preguntaran qué había hecho durante todo ese tiempo.

Pero advirtió que habían pasado solamente cuatro minutos y recobró el ánimo.

Don Camilo estaba cenando solo; había caído la noche cuando entró Pepón.

- ¿Ya no se usa siquiera pedir permiso cuando se entra en casa ajena? - preguntó don Camilo.

- ¡Infames! - gritó Pepón agitado.

¡Ustedes son la ruina de la pobre gente!

- Interesante - observó don Camilo.

¿Vienes a hacerme un discurso?

- ¡Ustedes llenan la cabeza de la pobre gente con sus mentiras!

Don Camilo aprobó con una señal de la cabeza.

- Perfectamente; pero ¿por qué vienes a decírmelo precisamente ahora?

Pepón se desplomó sobre una silla y se tomó la cabeza entre las manos.

- Usted me ha arruinado - dijo con voz angustiada.

Don Camilo lo miró.

- ¿Estás loco?

- No - dijo Pepón.

Ahora ya no lo estoy; pero lo estaba esta mañana y he cometido un delito.

- ¿Un delito?

- ¡Sí, yo, Pepón, yo, el jefe de los trabajadores, yo, el alcalde, he votado en blanco!

Pepón escondió nuevamente la cabeza entre las manos y don Camilo le sirvió una copa de vino y se la puso delante.

- ¡Pero si perdemos lo mato, porque la culpa es suya! - gritó Pepón levantando de golpe la cabeza.

- De acuerdo - respondió don Camilo.

Si el Frente pierde por un voto, me matas.

Si pierde por dos o tres millones, el asunto de tu voto pasa a segundo orden.

Pepón pareció impresionado.

- Lo mato lo mismo, para cobrarle lo del aeroplano - rebatió.

- De acuerdo; mientras tanto, bebe.

Pepón alzó la copa y también alzó la suya don Camilo.

Y los dos bebieron.

Cuando Pepón salió, se paró un corto rato en la puerta.

- Estas cosas debemos saberlas solamente nosotros dos - dijo amenazador.

- De acuerdo - contestó don Camilo.

En cambio fue enseguida a contarle todo al Cristo del altar mayor.

Y después le encendió al pie dos gruesos cirios:

- Éste, porque le habéis ahorrado el remordimiento de votar por Garibaldi, y éste porque le habéis evitado el de haber votado por un Partido que no es el suyo.

Capítulo 6

La gran jornada

El Regreso de Don Camilo

Giovanni Guareschi, Italia, 1953, hacer clic aquí.

1 comentario:

Emocionado dijo...

Muchas gracias por Don Camilo y Pepone, los leí y disfruté hace un montón de tiempo, y veo que siguen funcionando.

Lamentablemente Manolo, la escena equivalente, el emocionado encuentro de Cristina y Duhalde, recordando viejos tiempos mientras R. Saa les sirve un vinito, les sonríe y los palmea, mas que emoción produce el impulso irrefrenable de salir rajando.