Comentario
Anne Krueger
Primera Subdirectora Gerente del
Fondo Monetario Internacional
El Pais
18 de enero de 2002
Publicado en El País. Distribuido por Los Angeles Times
Syndicate International.
Es famosa la frase de Walter Wriston, ex presidente de Citibank, de que los países no van a la quiebra. Pero a lo largo de los dos últimos siglos, más de 90 han incumplido el pago de sus deudas y varios de ellos lo han hecho en repetidas ocasiones. Al anunciar una moratoria a finales del año pasado, Argentina sólo se convirtió en el ejemplo más reciente.
El incumplimiento de los pagos siempre es doloroso, tanto para los deudores como para los acreedores. Y así debe ser. Los países -como las empresas y los particulares- deben pagar sus deudas y sufrir cuando no lo hacen. De otro modo, la gente no estaría dispuesta a prestarles dinero y les resultaría mucho más difícil financiar las inversiones. Pero cuando las deudas de un país llegan a ser auténticamente insostenibles, resolver el problema pronto y de forma ordenada redunda en el interés de todos.
Desgraciadamente, no es algo que ocurra con demasiada frecuencia. Del mismo modo que cuando tenemos dolor de muelas retrasamos hasta el último momento la visita al dentista, los gobiernos intentan a menudo posponer lo inevitable. La consecuencia es que los ciudadanos del país que deja de cumplir sus pagos sufren más dificultades de las necesarias, y a la comunidad internacional se le complica la tarea de ayudar a recoger los trozos.
La lección está clara: necesitamos mejores incentivos para reconciliar a deudores y acreedores antes de que unos problemas solucionables se conviertan en auténticas crisis. El equipo directivo del Fondo Monetario Internacional (FMI) ha estado estudiando la manera de hacerlo, estudiando los procedimientos de suspensión de pagos empresariales en Estados Unidos, regulados por el artículo 11. Aún estamos lejos de tener una propuesta formal, pero esperamos discutir estas ideas con nuestra junta directiva y otras partes interesadas en los próximos meses.
Cuando nos planteamos la posibilidad de un nuevo enfoque, lo primero que hicimos es preguntarnos por qué algunos países esperan tanto tiempo para reestructurar las deudas insostenibles. La resistencia a enfrentarse a conflictos económicos y políticos es evidentemente parte de la respuesta, y ningún planteamiento nuevo puede ni debe descartarla por completo. Pero también son importantes las barreras logísticas y legales.
Si la reestructuración de la deuda ya era bastante difícil en la década de los ochenta, cuando para congregar a la mayoría de los acreedores de un país no había más que reunir a 15 banqueros en torno a una mesa, las cosas son mucho más complicadas ahora. En los últimos años, los países han tomado prestado cada vez más dinero a través de la emisión de bonos y recurriendo a los bancos. Los bonistas son más numerosos, anónimos y difíciles de coordinar. Esto complica el 'problema de acción colectiva' de lograr que los acreedores se pongan de acuerdo sobre las condiciones de la reestructuración, aunque prácticamente todos ellos saldrían beneficiados.
La consecuencia es que todo el mundo prevé una reestructuración difícil y desordenada, y ello posibilita que los acreedores se peleen entre sí por ser los primeros a quienes se les devuelva el dinero. En vez de buscar salidas precipitadas, tenemos que crear mejores incentivos para lograr que los acreedores sigan interesados.
Otro impedimento para una reestructuración ordenada ha sido la creciente amenaza de acciones legales. Esto se debe en parte a que los bonistas que aspiran a ser reembolsados no tienen que compartir las costas de los pleitos con otros acreedores, como tienen que hacer los bancos. Una segunda razón es que los litigantes han superado recientemente una de las barreras tradicionales para demandar a gobiernos deudores, es decir, la dificultad de localizar y confiscar sus bienes. En un caso reciente, por ejemplo, un 'fondo rapaz' chantajeó de hecho a Perú al convencer a los tribunales de EE UU y Europa de que le impidieran pagar sus deudas a otros acreedores. No está claro si esta técnica sobreviviría una recusación legal en casos futuros, pero subraya un problema más general.
¿Cómo podría ayudar la comunidad internacional? Una respuesta sería que el FMI prestara a un país todo el dinero que éste necesitase para rembolsar la deuda a sus acreedores. Pero esto sólo serviría para que los países acumularan deudas indefinidamente. En cualquier caso, nuestros recursos son limitados, entre otras cosas por las reservas de nuestros miembros a la hora de emplear el dinero de los contribuyentes para ayudas de emergencia a los acreedores particulares. Son unas reservas justificadas. Los inversores y prestamistas serían mucho más imprudentes si vieran que el FMI espera en el banquillo para garantizarles que les devuelven su dinero. Del mismo modo que esperamos que los prestatarios devuelvan sus deudas, deberíamos esperar que los que prestan sean responsables de los riesgos que corren.
Inspirarse en los procedimientos de suspensión de pagos empresariales tiene mucho sentido. Podríamos instaurar incentivos mejores creando un marco legal predecible que, con toda probabilidad, no habrá que activar formalmente con demasiada frecuencia. Un país podría recibir protección legal de sus acreedores durante un periodo de tiempo establecido mientras negocia una reestructuración. A cambio, estaría más obligado a negociar de buena fe y a adoptar políticas que enderecen su economía. Por último, una vez que la reestructuración haya sido aprobada por una mayoría suficiente de acreedores, los que no estén de acuerdo estarán obligados a aceptarla.
Estos rasgos clave deberán tener carácter de ley en todo el mundo, lo cual no será fácil de conseguir. Pero cuando entren en vigor, si es que lo hacen, probablemente servirán de catalizador y animarán a los deudores y acreedores a alcanzar un acuerdo por propia voluntad. Al igual que sucede con los procedimientos de quiebra domésticos, la mayoría de la reestructuración probablemente se desarrollaría 'a la sombra de la ley'.
Las ventajas serían considerables, y no sólo para los deudores. Al eliminar gran parte de la incertidumbre que rodea el proceso de reestructuración, los acreedores descubrirán que el valor de sus propiedades en países con mercados incipientes se mantiene mucho mejor si tropiezan con dificultades económicas. Y, al ayudar a los inversores y prestatarios a diferenciar más claramente entre riesgos buenos y malos, un mecanismo de quiebra internacional podría ayudar a los países con una política correcta a conseguir capital más barato. También incrementaría la eficacia y estabilidad del sistema financiero mundial.
Naturalmente, hay muchos obstáculos prácticos y políticos para poner en práctica este tipo de planteamiento. Con la mejor voluntad del mundo, tardaría dos o tres años en implantarse. Por desgracia, no podrá ayudar a Argentina a superar sus actuales dificultades. Pero, como inversión en una economía mundial más fuerte y menos propensa a las crisis en el futuro, la idea vale la pena.
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