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2002
La desconfianza depositada en el progresismo partidario de
De la
Rúa hacía que, en esos días, ningún negro te aceptara un
puto
Lecop, pero casi que se meaban si lo que tenías para
repartir era el masivo Patacón justicialista de Ruckauf.
Y hacían cola de noche, tiradas con pendejos chirriantes y
poco solícitos al silencio de la pobreza que actuaban, a la espera matutina del
clientelismo de un Plan Jefes y Jefas de Hogar.
Y si los 150 eran en Lecops y no en Patacones, las negras
venían a reclamar, qué los lecops en el barrio no se los aceptaban, qué en el
banco no se los cambiaban, qué eso no era la plata, y no sé que mierda más, te
decían Luciano quiero patacones, hacé algo, y yo estaba bastante hinchado las
pelotas, patacones no hay.
Hinchado las pelotas porque me debían tres meses de sueldo, pero
otros cobraban en tiempo y forma y declaraban con voz engolada al periodismo
que las arcas municipales se encontraban en un estado terminal, como si se
tratara de un cáncer financiero, de una metástasis administrativa irresoluble.
Y acaso lo era, pero ellos no tenían que bancarse a las
negras en queja paulatina.
A veces nos resguardábamos en la oficina, era como darse morfina
y olvidar, evitar que te jodieran por el rato que tardaban en golpearte la
puerta otra vez.
Poníamos Daft Punk en la computadora: recién salía
Discovery, un discazo que admitía los sampleos más modernos del dance trance
noventista (con la Convertibilidad
–sí, con mayúscula- se bailaba mejor) sin suprimir la herencia del disco clásico
setentista y el synth-pop cuasi-gay ochentista.
Con ese punchi-punchi macabro de fondo, recibíamos a nuestro
puntero favorito, el negro Claudio.
Solía llegar después del mediodía, después de levantarse,
cogerse a la esposa, y comer.
Luciano, mañana te traigo a las chicas, decía y se cagaba de
risa: las chicas eran la tira de madres solteras del barrio que tenían que
anotarse para cobrar el plan, a varias de las cuales el negro Claudio ya se
había garchado por amor y por la habitualidad de la convivencia territorial.
Claudio les pagaba el bondi y las traía hasta la oficina, o
las chicas se extraviaban irremediablemente.
Entonces la
Rusa (rubia, casi 40, muy firme de carácter y de culo) le
decía con esa voz aguda que se le aflautaba inexplicablemente hacia el final de
cada frase que pronunciaba bajo el efecto de la ira, ¡nene, paraquecarajotedoylasplanillassinolasanotásquefirmenymetraéstodovospelotudodemierdalaburápajeronometraigásalasminasacá!
Además era mujer, rubia, ojos claros, buen lomo y cuando
había que ir a pedir (morfi, medicamentos, planes, chapas) sensibilizaba más a
los jefes de departamento, los directores, los sub y los secretarios.
Y cuando la
Rusa se calentaba, nuestro puntero favorito se reía, le decía
que se tranquilizara, se le acercaba para acentuar la joda y me obligaba a un
pará, boludo que largaba después de cortar la risa.
Una vez un asesor de un concejal cayó a la oficina medio en pedo
y tocó a la Rusa ,
ella le enrostró una piña y hubo que limpiar el charquito de sangre que quedó
en el piso.
Desde ese día, acentué mi espíritu preventivo.
Eran días de mierda, sin Estado (a.k.a. inestabilidad
institucional), sin guita en el bolsillo y los punteros no dejaban de traer
gente para emplanillar, siempre más minas que tipos.
Algunos hombres tenían vergüenza de venir a pedir el plan:
llegaban a la oficina como quién mira vidrieras en un shopping, “para averiguar
para un amigo”, y cuando entraban en confianza (uno se la daba, no quedaba
otra) se largaban con la vida de trabajo perdida, qué no conseguían nada, el
lagrimeo y por fin el llanto, el quejido que avanzaba desintegrando las
palabras, ya no se entendía lo que querían decir, todo trocaba en ecolalias
marginales, el clima se hacia denso, insoportable, los hacíamos firmar para que
se fueran lo antes posible a llorar a otra parte, porque en la fila todavía
quedaban muchos llantos que escuchar y ver.
A veces aparecía algún concejal microclimático que te pedía
que le hicieras un proyecto de ordenanza para cambiar el nombre de cualquier
calle periférica por José Ignacio Rucci y yo le decía lo que él veía: pero hay
gente, concejal, y él te contestaba: ¿y?
Un día el negro Claudio nos contó que, además de a su esposa
y a las chicas, se garchaba a los travestis y los putos de su barrio (bah, una
villa casi) a cambio de dinero.
¿Con lo que te pagamos no te alcanza? le dije y hasta la Rusa se rió, aunque como
católica practicante rechazaba la política sexual de nuestro puntero.
Claudio decía que los travestis de la villa son muy feos,
que no tienen guita para operarse o producirse, y nadie se los quiere coger.
Con los putos, igual.
Nos aclaraba que él
no era puto, que no se bancaba a los trolos y travas, que se los cogía si le
pagaban, sino no.
Era una tarde inusualmente tranquila, la oficina sin gente,
sin pobres, sin mal olor, sin quejas, sin gritos, sin estrés.
Yo me debatía entre la estupefacción y la carcajada
contenida, y nuestro puntero favorito olfateó sangre, buscó precisiones entre
bromas, ella era un manantial de inocencia y largaba como loca, no puede ser
que no sepas, Rusa le advertía Claudio con la sonrisa en los labios y en los
ojos, el instinto asesino a pleno.
Antes de empezar a preocuparme, nos interrumpió el
secretario de bloque del
Concejo Deliberante, un amigo.
- Se está incendiando el auto del intendente interino en el playón.
Nos fuimos los cuatro juntos.
esto está mejor. Gracias por la recomendación.
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