No los une el Amor, sino el Espanto.
A algunos observadores y participantes les parece esencial
este debate; otros, en cambio, se preguntan azorados por qué la Argentina se
detiene periódicamente a analizar su identidad y la de sus instituciones, como
si viviera en un perpetuo concilio, mientras la mayoría de las naciones busca
con pragmatismo aprovechar las ventajas del progreso y disminuir sus efectos nocivos.
Acaso se puedan apuntar brevemente algunas razones para
tratar de explicar, una vez más, ese rasgo de la excepcionalidad argentina.
Al buscar el trasfondo de estas disputas fundacionales, se
constata que el populismo y el liberalismo político permanecen en una situación
de empate que lleva décadas.
Con el tiempo, las posiciones se han reforzado y parecen
insalvables.
En este desencuentro histórico, pueblo y justicia social
quedaron de un lado e instituciones republicanas del otro.
La fisura de la identidad democrática argentina tiene un
alto costo económico y político que ninguna fuerza está en condiciones de
saldar.
El conflicto muestra distintas caras.
Por un lado, la cultura democrático-liberal no termina de
fortalecerse a pesar de tres décadas de democracia.
Basta constatar la tolerancia popular a la corrupción, la
falta de respeto a las normas de convivencia y el desinterés por las cuestiones
cívicas.
Sin embargo, la Constitución vigente recoge la mejor
tradición democrática, cuenta con apoyo mayoritario y modela las instituciones.
Por otro lado, las recurrentes crisis económicas y el
desequilibrio en el reparto de la riqueza habilitan perpetuamente un mensaje
populista reivindicativo.
La democracia recuperada en 1983 luce impotente para
destrabar el empate entre las fuerzas políticas y sociales argentinas.
El kirchnerismo, con su populismo plebiscitario, agrava el
problema, y las diversas expresiones opositoras están despertando recién ahora
de su sueño dogmático.
El desencuentro tiene, sin embargo, atenuantes: todos los
actores rechazan la violencia; los conflictos siguen dirimiéndose en los
tribunales a pesar del cuestionamiento a la Justicia; la libertad de expresión,
aun asediada, está en vigencia; el Gobierno ensaya una revolución sin fuerza
armada.
Es cierto: gritamos, no nos matamos.
El peligro es otro: alumbrar, a fuerza de discordias, una
democracia que se bifurca, como los senderos borgianos.
Una democracia bicéfala, conflictiva, impedida de crecer.
El rumor del combate confunde a muchos.
Pero esto no es una dictadura, es apenas un país trabado,
demorado irracionalmente en un conflicto adolescente sobre su identidad.
A su pesar, de alguna manera, todos los políticos de la
góndola adhieren, por sus actos, al cristinismo.
Las figuras de la oposición no confrontan para superarlo.
Lo complementan.
Para fortalecerlo.
Mientras tanto el cristinismo se desmorona solo.
Abroquelado, sostenido por los ataques demenciales de
Magnetto.
No obstante, amenaza con recuperarse otra vez, por la
magistral ayuda que le brinda el espectáculo de -digamos- “la oposición”.
Como si hoy existieran dos formas de ser cristinista.
Estar con La Doctora, o actuar como estos muchachos.
Para colmo, con algunas excepciones, se jactan de emitir la
consigna instalada.
Indica que la política actual se caracteriza por las
personas.
Por las figuras.
No por los partidos.
Son los productos culturales que lucen en la góndola.
Los que se ofrecen.
Lo que hay.
Entonces no queda otra alternativa que recomponer, lo más
pronto posible, los partidos.
Con idea, estructura, mística y organización.