Se ha dicho muchas veces que el descontento social adquiere más fuerza cuando los países pueden mostrar logros en su desarrollo económico. Y la razón es obvia: en medio de la miseria y el estancamiento generalizado los contrastes son menos visibles; cuando todos son más o menos igual de pobres nadie tiene expectativas de dejar de serlo. Es cierto: Chile muestra en las últimas décadas indicadores notables de crecimiento económico y avances significativos en el combate contra la pobreza. El rostro del país ha cambiado gracias a la masificación del consumo y la calidad de los servicios públicos. Pero, aunque suene paradójico, esos factores también explican el malestar social que ha empezado a hacerse evidente en Chile. Los avances del país hacen hoy a mucha gente ser más intolerante frente a su precariedad cotidiana, y a no pocos ir perdiendo la paciencia respecto de un cuadro de inequidades sociales que, según todos los rankings, es de los más severos del planeta.
Es indudable, a su vez, que este descontento tiene también causas políticas más inmediatas. La imagen de un país rebosante de millones, que discute de manera bastante frívola qué hacer con su superávit, choca brutalmente con la situación que se vive en los hospitales, con la vulneración de derechos laborales, con el avance de la droga y la violencia juvenil en las poblaciones. No es casualidad que en este contexto la iglesia haya decidido poner el dedo en la llaga de los bajos salarios: la autoridad eclesiástica percibe el alza en la temperatura ambiente, la creciente insatisfacción de la gente en un país que, literalmente, no sabe qué hacer con su riqueza.
El Gobierno ve con preocupación este clima de agitación laboral y social, pero tiene sin duda una cuota de responsabilidad sustantiva: la principal manera de enfrentar sus propias deficiencias políticas no ha sido otra que abrir la billetera. La chambonada del Transantiago no sólo significó seguir subsidiando un sistema de trasporte privado a todas luces mal implementado e ineficiente, sino que el manejo de la autoridad en la aprobación de dicho subsidio sentó un pésimo precedente: las compensaciones para regiones y, sobre todo, para las clientelas políticas de los parlamentarios, que a partir de ahora están y estarán disponibles para vender su voto a un buen precio. Y el conjunto del país ha entendido el mensaje: a falta de destreza y capacidad de conducción, lo que sobra es plata.
La otra forma de encarar los problemas han sido las comisiones, diseño a estas alturas desgastado y frustrante, que sólo expone a una autoridad descolocada por la contingencia, tratando de patear los problemas hacia adelante, sin opinión ni propuestas para abordar sus desafíos actuales. Este recurso ha supuesto, además, un notable contrasentido en las bases de sustentación de la democracia, ya que implica en los hechos sacar y postergar el debate en la única comisión que realmente importa -el Parlamento-, que es la comisión elegida por los ciudadanos y no la designada a dedo por una autoridad unipersonal. En el reciente caso de la entidad destinada a evaluar soluciones a la inequidad social, el Gobierno nuevamente decidió traspasar su falta de ideas a un comité de expertos, que el próximo año entregará sus resultados para que el Gobierno tenga entonces los elementos básicos para definir sus proyectos legislativos, que finalmente irán al Congreso a iniciar de nuevo una discusión técnica y política, en la que podrán ser revisados, modificados y, eventualmente, algún día, aprobados.
Toda esta falta de sentido y de racionalidad en la manera de encarar los problemas, toda la exuberancia de estas puestas en escena, es lo que también ha empezado a enervar la paciencia. En la semana que termina las movilizaciones de la CUT no sólo expusieron el síntoma de un malestar que está siendo encabezado paradójicamente por dirigentes sociales de la Concertación, sino que dejaron de nuevo en evidencia a una autoridad política cuyas divisiones son cada día más su propia caricatura: un ministro de La Moneda afirmando que no hay razones que justifiquen la protesta; otro, diciendo que no sólo le gustaría participar de ella, sino que, ojalá, convoque a millones de personas. El partido de la Presidenta respaldando los fundamentos de la movilización, y parlamentarios oficialistas encabezando las escaramuzas callejeras. En síntesis, señales todas de una incoherencia que tiene su origen en un diseño de gobierno mal concebido y cuyo saldo inevitable es la autoridad sometida a una espiral de descrédito preocupante. En rigor, cuesta a estas alturas creer que el Ejecutivo todavía intente convencerse que sus inconsistencias no existen, o que ellas son únicamente déficits comunicacionales que podrían ser subsanados con la simple publicación de un periódico oficial.
"El conjunto del país ha entendido el mensaje: a falta de destreza y capacidad de conducción, lo que sobra es plata".
Max Colodro
http://reportajesblog.elmercurio.com/archives/2007/09/el_malestar_de.asp