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Jeremias Gonzalez essay on Argentine writer Eduardo Perrone. Author of
"common criminal" and other books that won him recognition in the
70s, Perrone died in 2009 alone, extremely poor and abandoned in a railway
wagon was their home in the city of Tucuman .
Headline: Argentina
Perrone
Author:
Jeremias Gonzalez
Date
created: 21 Oct 2008
Dimension:
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File size:
546.6KB
City: Tucuman
Country: Argentina
Keywords: jeremias gonzalez,escritor,literatura
Copyright: Jeremias Gonzalez/Archivolatino
Lucas, el Litoraleño Provocador, escribió otra de sus
guarradas típicas; para escandalizar a la Burguesía Cultural
de la Republica
de Palermo y su Puerto Madero; hacer
clic aquí.
Pero si vamos a escandalizar a los provincianos aporteñados,
y los porteños culturalmente provincianos, mentando a los “Parias” de los 60 y
70; Luquitas omitió, por desconocimiento generacional, al más terrible de todos.
El Lupen aborrecido por las Izquierdas Bienpensantes de los
80 y 90, a
tal punto que generaron una espiral de silencio intelectual, a quien había sido
una estrella generacional junto a Asís y Medina; y admirado, solo
literariamente, por los Noventistas Provincianos.
Pruebas al canto:
Una feliz e
inesperada coincidencia me permitió releer una de las novelas del injustamente
olvidado autor tucumano Eduardo Perrone.
I.
El padre de mi amigo (otro vecino de la calle Deán Funes) solía viajar en moto a San Miguel de Tucumán, de tanto en tanto, probablemente por razones de su trabajo.
Siendo, como era, un auténtico caballero, nadie mejor que él para recomendarnos un albergue barato en donde pudiéramos pasar los primeros días, mientras encontrábamos, en 1961, una casa de familia decente que nos aceptara como pensionistas.
Con nuestros recién estrenados dieciséis años, Fernando y yo llegamos juntos, de noche, a una casa baja, dispuesta como hotel y ubicada a pocas cuadras de la plaza principal. Era una casa extremadamente modesta, de esas con patio central arbolado y alrededor del cual proliferan las habitaciones de los huéspedes ocasionales.
Una enorme palmera y ropa interior femenina colgada, daban carácter al citado patio que servía, además, para secar decenas de sábanas desgastadas. Flotaba en este ambiente un extraño olor a desinfectante y a trigo recién segado que luego, mas despierto y mejor informado acerca de esta faceta de la vida, volví a encontrar en el célebre patio estrellado del “mueble” que, ubicado en la esquina de Acevedo y Fernández, introdujo la higiene, la discreción y la modernidad en Salta.
Varias cosas llamaron pronto nuestra juvenil atención: los clientes del hotel eran mayoritariamente mujeres que llegaban de madrugada, en el momento en que mi amigo me arrastraba a la primera misa del día; las chicas se paseaban por el patio exhibiendo, sin recato alguno, en unos casos sus encantos y en otros los signos de su prematura decadencia; todas fumaban incesantemente y se pasaban horas hasta lograr que sus labios lucieran un brillo intenso, furioso, diabólico; sus bocas eran todas “rojas, locas y mentirosas”.
Afortunadamente, en menos de una semana, encontramos, a pocas cuadras de allí, la ansiada casa decente, propiedad de una familia de nobles italianos emigrados y empobrecidos que recibía como pensionistas a estudiantes salteños o jujeños y que daba de comer, por una módica cantidad de dinero, a empleados de comercio sin familia y a un zapatero de origen ruso.
Aprovechando nuestra condición de vecinos de la “casa de la palmera” y de estudiantes universitarios rodeados de compañeros buenos conocedores de los intercambios sexuales más diversos, incluso de los avatares del sexo alquilado, terminamos de comprender la verdadera naturaleza de nuestro primer albergue sin dejar de sorprendernos por la imprudencia del padre de Fernando.
Los más avezados, o desvergonzados, de nuestros amigos tucumanos lanzaron la especie de que el adusto caballero que era aquel padre ejemplar no había encontrado mejor camino para introducir a su hijo, y de paso a su futuro compañero de pensión, en el trato con mujeres favoreciendo o promoviendo su iniciación sexual, estando como estaba convencido de la castidad de ambos.
II.
Años después, alguien puso en mis manos la novela de Eduardo Perrone, “Visita, francesa y completo”, y terminé de conocer y de comprender el mundo del sexo que se alquila a los menos pudientes, de la droga, del juego y de los vicios menores asociados a ellos.
Se trata de una singular novela en donde están espléndidamente narrados tanto la vida de los bajos fondos tucumanos en su versión sesentista, que transcurre en ese contexto especial creado por las dictaduras de entonces (Aramburu y Onganía), como el devenir de una economía centrada en la zafra azucarera, y la pobreza urbana y rural que, por siglos, azota a las provincias del norte argentino.
Mientras transcurría aquella década apasionante, cometí el error de recomendar la novela a uno de mis amigos, el famoso Casanova salteño, quien pasó largos años coleccionado bragas de damas y damitas que rendían sus encantos a su poder de seducción.
Había decidido emular a don Pío, aquel bacán y calavera tucumano cuyas aventuras describe la novela de Perrone, y soñaba con testar convocando a los maridos y novios burlados para que, tras de su muerte, recogieran los deshonrados trofeos. Los años, su tardío regreso a la fe católica, y un reencuentro con el sentido del pudor y la discreción, le hicieron abandonar tan temerario designio.
Por supuesto, mi amigo, Casanova del Valle de Lerma, sobrestimaba la cantidad de sus conquistas; pese a ello, puede que haya batido el record provinciano de promiscuidad.
Tenía de Casanova sus finos modales y su condición de caballero hispano-veneciano lo llevaba a buscar un esposo a sus amadas caídas en desgracia, habiendo llegado, incluso, a actuar como padrino de boda de una de ellas, bella estampa autóctona, morena, de ojos refulgentes, dentadura completa, pelo abundante, cuidado y renegrido, que enloquecía a los hombres por un singular desarrollo muscular.
La lectura, en clave sesentista, de Perrone me permitió sacar varias conclusiones, seguramente provisorias o apresuradas: En primer lugar, los varones de las clases medias local, cuando concurrían a los prostíbulos de moda, demandaban (y pagaban) solamente el servicio catalogado como “visita”.
En segundo lugar, el servicio “francesa” era un gusto perverso de las clases altas y se brindaba únicamente en los locales regentados por doña María, la ilustre dama venida de la lejana Polonia.
La última de mis conclusiones, siempre aventuradas, es que el servicio “completo” no existía en una Salta recatada y aplicada al cumplimiento de ciertos cánones tradicionales. No existía fuera del hogar, y era inimaginable dentro.
En este sentido, nuestra capital aparecía a la zaga de ciudades como Tucumán y la mismísima Catamarca en donde, siempre según Perrone, el tarifario reemplazaba, como una concesión a la profunda religiosidad de nuestros vecinos, los nombres de “visita, francesa y completo”, por los de “pecadillo, pecadillo y medio, dos pecadillos y dos pecadillos y medio” (sin que hasta ahora nadie que no sea catamarqueño haya logrado develar el contenido de esta cuarta perversión).
III.
Si bien logré saber que mi admirado Perrone mal vive en su Tucumán natal, alejado de los focos y de los círculos literarios, pasé años buscando, sin suerte, la novela que tanto me había impresionado en mi juventud.
Hasta que di con otras de sus famosas obras (“Preso Común”) y descubrí que estaba dedicada a mi amigo Santiago Lavié O’Farrell, exclusivo fotógrafo y retratista con clientela enla
Recoleta porteña y, a su vez, gran amigo y compadre del
eximio autor tucumano.
Sin dudar, llamé a Santiaguito por teléfono y en horas pude reunirme con las inhallables obras completas de Eduardo Perrone.
Acabo de releer “Visita, francesa y completo” y debo decir que disfruté, si cabe, más que la primera ocasión, toda vez que los años me permitieron apreciar el fino erotismo que subyace en las prácticas brutales del prostíbulo y en las relaciones, muchas veces inhumanas, de la pupila con su cafiolo.
Además de recomendar, con entusiasmo, su lectura a los librepensadores del mundo, deseo enviar un fraternal saludo a tan ilustre tucumano.
I.
El padre de mi amigo (otro vecino de la calle Deán Funes) solía viajar en moto a San Miguel de Tucumán, de tanto en tanto, probablemente por razones de su trabajo.
Siendo, como era, un auténtico caballero, nadie mejor que él para recomendarnos un albergue barato en donde pudiéramos pasar los primeros días, mientras encontrábamos, en 1961, una casa de familia decente que nos aceptara como pensionistas.
Con nuestros recién estrenados dieciséis años, Fernando y yo llegamos juntos, de noche, a una casa baja, dispuesta como hotel y ubicada a pocas cuadras de la plaza principal. Era una casa extremadamente modesta, de esas con patio central arbolado y alrededor del cual proliferan las habitaciones de los huéspedes ocasionales.
Una enorme palmera y ropa interior femenina colgada, daban carácter al citado patio que servía, además, para secar decenas de sábanas desgastadas. Flotaba en este ambiente un extraño olor a desinfectante y a trigo recién segado que luego, mas despierto y mejor informado acerca de esta faceta de la vida, volví a encontrar en el célebre patio estrellado del “mueble” que, ubicado en la esquina de Acevedo y Fernández, introdujo la higiene, la discreción y la modernidad en Salta.
Varias cosas llamaron pronto nuestra juvenil atención: los clientes del hotel eran mayoritariamente mujeres que llegaban de madrugada, en el momento en que mi amigo me arrastraba a la primera misa del día; las chicas se paseaban por el patio exhibiendo, sin recato alguno, en unos casos sus encantos y en otros los signos de su prematura decadencia; todas fumaban incesantemente y se pasaban horas hasta lograr que sus labios lucieran un brillo intenso, furioso, diabólico; sus bocas eran todas “rojas, locas y mentirosas”.
Afortunadamente, en menos de una semana, encontramos, a pocas cuadras de allí, la ansiada casa decente, propiedad de una familia de nobles italianos emigrados y empobrecidos que recibía como pensionistas a estudiantes salteños o jujeños y que daba de comer, por una módica cantidad de dinero, a empleados de comercio sin familia y a un zapatero de origen ruso.
Aprovechando nuestra condición de vecinos de la “casa de la palmera” y de estudiantes universitarios rodeados de compañeros buenos conocedores de los intercambios sexuales más diversos, incluso de los avatares del sexo alquilado, terminamos de comprender la verdadera naturaleza de nuestro primer albergue sin dejar de sorprendernos por la imprudencia del padre de Fernando.
Los más avezados, o desvergonzados, de nuestros amigos tucumanos lanzaron la especie de que el adusto caballero que era aquel padre ejemplar no había encontrado mejor camino para introducir a su hijo, y de paso a su futuro compañero de pensión, en el trato con mujeres favoreciendo o promoviendo su iniciación sexual, estando como estaba convencido de la castidad de ambos.
II.
Años después, alguien puso en mis manos la novela de Eduardo Perrone, “Visita, francesa y completo”, y terminé de conocer y de comprender el mundo del sexo que se alquila a los menos pudientes, de la droga, del juego y de los vicios menores asociados a ellos.
Se trata de una singular novela en donde están espléndidamente narrados tanto la vida de los bajos fondos tucumanos en su versión sesentista, que transcurre en ese contexto especial creado por las dictaduras de entonces (Aramburu y Onganía), como el devenir de una economía centrada en la zafra azucarera, y la pobreza urbana y rural que, por siglos, azota a las provincias del norte argentino.
Mientras transcurría aquella década apasionante, cometí el error de recomendar la novela a uno de mis amigos, el famoso Casanova salteño, quien pasó largos años coleccionado bragas de damas y damitas que rendían sus encantos a su poder de seducción.
Había decidido emular a don Pío, aquel bacán y calavera tucumano cuyas aventuras describe la novela de Perrone, y soñaba con testar convocando a los maridos y novios burlados para que, tras de su muerte, recogieran los deshonrados trofeos. Los años, su tardío regreso a la fe católica, y un reencuentro con el sentido del pudor y la discreción, le hicieron abandonar tan temerario designio.
Por supuesto, mi amigo, Casanova del Valle de Lerma, sobrestimaba la cantidad de sus conquistas; pese a ello, puede que haya batido el record provinciano de promiscuidad.
Tenía de Casanova sus finos modales y su condición de caballero hispano-veneciano lo llevaba a buscar un esposo a sus amadas caídas en desgracia, habiendo llegado, incluso, a actuar como padrino de boda de una de ellas, bella estampa autóctona, morena, de ojos refulgentes, dentadura completa, pelo abundante, cuidado y renegrido, que enloquecía a los hombres por un singular desarrollo muscular.
La lectura, en clave sesentista, de Perrone me permitió sacar varias conclusiones, seguramente provisorias o apresuradas: En primer lugar, los varones de las clases medias local, cuando concurrían a los prostíbulos de moda, demandaban (y pagaban) solamente el servicio catalogado como “visita”.
En segundo lugar, el servicio “francesa” era un gusto perverso de las clases altas y se brindaba únicamente en los locales regentados por doña María, la ilustre dama venida de la lejana Polonia.
La última de mis conclusiones, siempre aventuradas, es que el servicio “completo” no existía en una Salta recatada y aplicada al cumplimiento de ciertos cánones tradicionales. No existía fuera del hogar, y era inimaginable dentro.
En este sentido, nuestra capital aparecía a la zaga de ciudades como Tucumán y la mismísima Catamarca en donde, siempre según Perrone, el tarifario reemplazaba, como una concesión a la profunda religiosidad de nuestros vecinos, los nombres de “visita, francesa y completo”, por los de “pecadillo, pecadillo y medio, dos pecadillos y dos pecadillos y medio” (sin que hasta ahora nadie que no sea catamarqueño haya logrado develar el contenido de esta cuarta perversión).
III.
Si bien logré saber que mi admirado Perrone mal vive en su Tucumán natal, alejado de los focos y de los círculos literarios, pasé años buscando, sin suerte, la novela que tanto me había impresionado en mi juventud.
Hasta que di con otras de sus famosas obras (“Preso Común”) y descubrí que estaba dedicada a mi amigo Santiago Lavié O’Farrell, exclusivo fotógrafo y retratista con clientela en
Sin dudar, llamé a Santiaguito por teléfono y en horas pude reunirme con las inhallables obras completas de Eduardo Perrone.
Acabo de releer “Visita, francesa y completo” y debo decir que disfruté, si cabe, más que la primera ocasión, toda vez que los años me permitieron apreciar el fino erotismo que subyace en las prácticas brutales del prostíbulo y en las relaciones, muchas veces inhumanas, de la pupila con su cafiolo.
Además de recomendar, con entusiasmo, su lectura a los librepensadores del mundo, deseo enviar un fraternal saludo a tan ilustre tucumano.
ARMANDO CARO FIGUEROA, EL 01 DE ENERO DE 2008; hacer
clic aquí.
¿Quién carajo, preguntara la pendejada, fue el tucumano
Perrone?
Breves datos:
escritor tucumano, 63 años, autor de, entre otros textos, cuatro novelas:
“Preso común”, “Visita francesa y completa”, “Los pájaros van a morir a Buenos
Aires”, “Días de llorar, días de reír”.
Tengo en mis
manos la 5° edición de “Preso común” y la 4° de Visita…
La lectura de
su primera novela, “Preso común”, es, creo, una tarea ineludible para entender
la vida y la obra de este ciudadano devenido en preso, devenido en escritor,
devenido en célebre y extravagante dote de las letras de Tucumán, devenido en
bohemio callejero, habitué de intemperies, preso ahora en la ciudad, viviendo
en el vagón de un tren .
Esta obra,
cuya primera edición data de 1973, (la 5° edición que tengo frente a mí es de
1977) cuenta la peregrinación de un grupo de jóvenes acusados de violación -
grupo en el que se encontraba el mismo Perrone - a través de comisarías y su
paso por el penal de Villa Urquiza.
Las
descripciones de la vida en la cárcel, del mundo de presos, comisarios, guarda
- cárceles, prostitutas de Tucumán, son minuciosas, exhaustivas, despojadas, en
general, de juicios de valor.
Con la mayor
naturalidad del mundo, Perrone nos pone en presencia de un paisaje que es
hábitat poco hospitalario, donde lo sórdido persiste.
…………
L: -¿Cómo es
que vos te decidiste a escribir “Preso Común”?
P: - Y bueno,
yo había estado preso…
Pero es cierto
que hay muchos que han estado presos y que no han escrito ni siquiera una carta
al abogado, en realidad no tiene nada que ver.
(El diálogo
con Perrone se va perdiendo en los vericuetos múltiples de su memoria. De a
ratos se ramifica.)
P: - En el ‘71
salimos de la cárcel, aunque ya veníamos saliendo en forma espaciada con
licencias de 15 o 20 días.
A la novela la
había empezado a escribir en la cárcel.
N: -¿Cómo
llegó a publicarla?
P: - Una vez
escrita, pensaba que iba a ser fácil publicarla.
Junté unos
mangos y me fui a Buenos Aires.
Llegué por una
y otra editorial y siempre lo mismo:
“Déjela que ya
la vamos a leer”.
Al mes volvía
y el libro estaba como yo lo había dejado, lleno de tierra, ni lo habían
desatado para leerlo.
Mientras
tanto, yo sobrevivía vendiendo gorros, banderines deportivos en la cancha.
Vivía en un
hotel, comía en el Munich, tenía mi ropita al día.
Un día, viendo
que el tema de las editoriales no avanzaba, me fui al Centro Editor de América
Latina, donde hablé con un señor a quien expliqué mi situación y quien a su vez
me derivó a un Sr. Llamado Luis Gregorich.
“No sé si se
la va a publicar, pero seguro que la va a leer”, me dijo aquél.
Les dejé mi
novela y esperé 15 o 20 días.
Rodeado de
pilas de libros, Gregorich, un polaco grandote, provisto de anteojos de un
vidrio tan grueso que apenas permitían distinguirle los ojitos, me dijo:
“Muy
interesante, usted no es un escritor, esta es su primera obra, tiene unos
cuantos errores pero hay gente que se dedica a la corrección, yo ya hablé por
teléfono con un editor, llévele esta carta mía.”
Incrédulo,
dejé la carta en el lugar indicado.
El editor la
leyó y, señalando que si Gregorich me recomendaba era garantía, me ofreció el
contrato de edición.
Estas cosas
ocurren cuando a uno se le abren las puertas, aunque a veces a las puertas hay
que patearlas…
La cosa es que
quince días antes de que salga la novela, me llama por teléfono Osvaldo
Soriano, y me solicita una entrevista para el diario La Opinión.
Ahí lo conocí
a Soriano, quien después llegó a ser mi amigo.
L: - Y después
saliste en la tapa de una revista, abrazado con Jorge Asís…
P: Sí, era la
revista Panorama.
El titular
decía: “¿Qué están haciendo nuestros narradores hoy?”.
Podría
conseguir esa revista, pero aquí corre el riesgo de ensuciarse, o de que el
perro la coma cuando ande con hambre…
(Diarios,
revistas, televisión. Perrone conoció la celebridad de un best seller.
Ahora saca de
su bolsillo su DNI ajado, lo abre, y de sus pliegues extrae un cigarrillo. “¿Le
molesta el humo?”, me pregunta, porque estoy sentada a su lado. “Lo que pasa es
que este cigarro no es de muy buena calidad y el aroma no es muy rico…”. Aún no
anochece.)
P:- El texto
que ahora tengo entre mis manos es interesante, se llama “Cómo hacer una
novela”, si quieren se los leo.
“Casi siempre
la primera novela es autobiográfica.
Un libro de
recuerdos, memorias, o hechos que nos sucedieron y que nosotros consideramos
como obligatorio que deben ser conocidos por el resto de la humanidad”[4]
N: - ¿Sus
textos, Eduardo, son autobiográficos?
P: -
Generalmente.
Yo soy un
narrador testimonial, escribo sobre cosas que he conocido.
Por ejemplo, el
título de mi segunda novela, Visita francesa y completa, es la tarifa de los
prostíbulos.
(El escritor
nos ha introducido ahora en su segunda novela, publicada en el año 1974,
reeditada cuatro veces.
En esta
novela, el personaje, Gervasio, recién salido de la cárcel, se involucra por
necesidad en el mundo de cafishios y de vendedores de cocaína.)
P: - Lo que
realmente existió de esa novela fue el conventillo, que era de la Juana G., situado en la
calle Marco Avellaneda, entre San Juan y Santiago.
En la novela
cuento las farras que allí se armaban.
Siempre había
alguien comiendo, alguien borracho, alguien tomando, alguien yendo a comprar
vino, alguien descansando.
La dueña tenía
un prostíbulo en el bajo, que estaba las 24 horas funcionando, de modo que siempre
había alguien en actividad y alguien recuperándose.
Yo en esa
época andaba con una chica de ahí.
Esta es una versión modificada de una entrevista que
hicieron Natalia Acosta y Lorenzo Verdasco al escritor tucumano Eduardo
Perrone, en el año 2004. La primera versión del texto fue publicada por la
revista El Fabulario en ese año.
Fuente Blog “Yo no Beso”; hacer
clic aquí.
UN MITO URBANO
Murió Eduardo
Perrone, escritor que se volvió personaje del Tucumán marginal
El autor de
"Preso común" fue encontrado muerto al lado del vagón de tren en el
que vivía.
Eduardo
Perrone no podría haber muerto en una cama de hospital.
Ayer, la Policía lo encontró tirado
al lado de las vías del tren, en Crisóstomo Alvarez y Bernabé Aráoz, donde el autor de "Preso
común" se había organizado en un vagón desguazado un refugio tan precario
como había sido su propia vida.
Para las
generaciones que todavía guardan memoria del Tucumán de la década del 70, la
muerte de Perrone significa la despedida a una de las últimas leyendas urbanas
de esa época.
………..
La trama de
esa obra póstuma no es una excepción: responde a la mirada de un escritor que
se construyó como tal hurgando en la marginalidad del Tucumán de las últimas
cuatro décadas.
El personaje
murió en soledad.
Sin embargo,
dejó una huella inquietante y que despierta curiosidad en las nuevas generaciones.
Así lo refleja
la foto que acompaña a esta crónica.
La imagen es
parte de un fotorreportaje desarrollado por Jeremías González.
Por esas cosas
del destino, la historia en imágenes de Perrone viviendo en las vías está colgada
en la muestra de la
Asociación de Reporteros Gráficos de la Argentina , en el corazón
de Buenos Aires, en el Palais de Glace.
PD, es lo que hay Lucas; de paso un video para que te rías.