"Ahora tenemos un peronismo que es todo: es la extrema derecha, es
el centro, es el centro izquierda, es la extrema izquierda, es la democracia y
es el terrorismo, es la demagogia y es la insensatez...
Todo es el peronismo"
UN "FLAGELO" PARA ARGENTINA
Vargas Llosa compara al peronismo con el nazismo
El premio Nobel de Literatura no ha ahorrado críticas contra
el peronismo, Cristina Fernández y su política en Argentina.
ERSATZ
Había mil seiscientas
Estaciones de Paz erigidas en el octavo año del conflicto, la contribución de los
pocos civiles que quedaban aún en el continente norteamericano; mil seiscientos
refugios a prueba de radiaciones donde
el combatiente itinerante podía hallar comida, bebida y descanso.
Sin embargo, en cinco
agotadores meses de vagabundear por las áridas regiones de Utah, Colorado y Nuevo México, el sargento Tod Halstead había perdido toda esperanza de
hallar alguna.
En su armadura de
aluminio forrada de plomo, parecía una máquina de guerra perfectamente acondicionada,
pero la carne dentro del resplandeciente alojamiento era débil y estaba sucia,
cansada y solitaria, en su monótona tarea de buscar un camarada o encontrar un
enemigo a quien matar.
Era un Portacohetes de
tercera clase, significando el rango que su tarea consistía en ser una rampa de
lanzamiento humana para los cuatro cohetes con cabeza de hidrógeno que llevaba
sujetos a la espalda.
Cohetes que debían ser
puestos en ignición por un Portacohetes de segunda clase, siguiendo las órdenes
y cuenta regresiva de un Portacohetes de primera clase.
Tod había perdido los
otros dos tercios de su unidad hacía meses; uno de ellos se había echado a reír
de pronto y se había clavado su propia bayoneta en la garganta; el otro había
sido muerto de un disparo por la esposa sexagenaria de un granjero, la cual se
resistía a sus desesperados avances amorosos.
Luego, a primera hora
de la mañana, tras asegurarse que el resplandor que surgía por el este era el sol
y no el fuego atómico del enemigo, echó a andar por una polvorienta carretera y
vio más allá de las oscilantes oleadas de calor un edificio cuadrado blanco
situado en medio de un bosquecillo de desnudos árboles grises.
Avanzó tambaleante, y
supo que no era un espejismo del desierto creado por el hombre, sino una
Estación de Paz.
En la puerta, un
hombre de pelo blanco con rostro de Papá Noel le hizo una seña, le sonrió y le
ayudó a entrar.
—Gracias a Dios —dijo
Tod, dejándose caer en una silla—.
Gracias a Dios.
Ya casi había renunciado...
El jovial anciano le
palmeó las manos, y dos muchachos de revuelto pelo entraron corriendo en la habitación.
Como empleados de una
estación de servicio, se afanaron en torno a él, quitándole el casco, las
botas, soltando sus armas.
Le abanicaron,
masajearon las muñecas, aplicaron una loción refrescante a su frente; pocos
minutos más tarde, con los ojos cerrados y sintiendo aproximarse el sueño, fue
consciente de una mano suave en su mejilla, y cuando se despertó descubrió que
su barba de meses había desaparecido.
—Ya está —dijo el
director de la estación, frotándose satisfecho las manos—.
¿Se siente mejor, soldado?
—Mucho mejor —dijo
Tod, mirando a su alrededor la desnuda pero confortable habitación—.
¿Cómo va la guerra
para usted, civil?
—Muy dura —dijo el
hombre, perdiendo su jovialidad—.
Sin embargo, hacemos
todo lo que podemos, sirviendo a los luchadores del mejor modo posible.
Pero relájese,
soldado; pronto le traerán comida y bebida.
No será nada especial;
nuestras provisiones de ersatz están muy bajas.
Hay un nuevo buey
químico que hemos estado guardando; se lo daremos.
Creo que está hecho a
base de corteza de árbol, pero su sabor no es tan malo como todo eso.
—¿Tiene usted
cigarrillos? —dijo Tod.
El otro extrajo un
cilindro de color marrón.
—También ersatz, me
temo; fibras de madera tratadas.
Pero arde, al fin y al
cabo.
Tod lo encendió.
El humo acre ardió en
su garganta y pulmones; tosió, y lo apagó.
—Lo siento —dijo el
director de la estación tristemente—.
Es lo mejor que
tenemos.
Todo, todo es ersatz;
nuestros cigarrillos, nuestra comida, nuestra bebida...; la guerra es dura para
todos.
Tod suspiró y se
reclinó.
Cuando la mujer surgió
por la puerta, llevando una bandeja, se irguió en su asiento y sus ojos se
clavaron primero en la comida.
Ni siquiera se dio
cuenta de lo hermosa que era, cómo sus ropas casi transparentes y hechas
harapos moldeaban sus pechos y caderas.
Cuando se inclinó
hacia él, tendiéndole un humeante tazón de un guiso de extraño olor, su rubio
pelo cayó hacia delante y rozó la mejilla del hombre.
Él alzó la vista y sus
ojos se encontraron; la joven bajó tímidamente la mirada.
—Te sentirás mejor
después de esto —dijo con voz ronca, e hizo un movimiento con su cuerpo que
apagó su hambre por la comida, despertando otro tipo de apetito.
Hacía cuatro años
desde la última vez que había visto una mujer como aquélla.
La guerra se había
llevado primero, con las bombas y el polvo radiactivo, a todas las mujeres
jóvenes que se habían quedado detrás mientras los hombres escapaban a la
comparativamente relativa seguridad de la batalla.
Sorbió el guiso y lo encontró
detestable, pero lo apuró hasta el final.
El buey hecho de
madera era duro y fibroso; no obstante, era mejor que las raciones enlatadas a
las que se había acostumbrado.
El pan sabía a algas, pero
lo untó con una especie de margarina y lo masticó a grandes bocados.
—Estoy cansado —dijo
finalmente—.
Me gustaría dormir.
—Sí, por supuesto
—dijo el director de la
Estación de Paz—.
Por aquí, soldado,
venga por aquí.
Lo siguió hasta una
pequeña habitación sin ventanas, cuyo único mobiliario era un oxidado camastro
de metal.
El sargento se dejó
caer blandamente sobre el colchón, y el director de la estación cerró con
suavidad la puerta tras él.
Sin embargo, Tod sabía
que no iba a poder dormir, pese a su estómago saciado.
Su mente estaba
demasiado llena, su sangre corría demasiado aprisa por sus venas, y el ansia de
mujer crispaba todo su cuerpo.
La puerta se abrió y
ella entró.
No dijo nada.
Se dirigió hacia el
camastro y se sentó junto a él.
Se inclinó y le besó
la boca.
—Mi nombre es Eleonora
—susurró, y él la abrazó ansiosamente—.
No, espera —dijo, soltándose
de su abrazo.
Se alzó del camastro y
se dirigió hacia el rincón.
Él la contempló
mientras se desprendía de sus ropas.
El rubio cabello se
deslizó hacia un lado cuando se sacó el vestido por encima de la cabeza, y los
bucles cayeron en un ángulo imposible sobre su frente.
Dejó escapar una
risita, y se ajustó de nuevo la peluca.
Luego se llevó las
manos atrás y se soltó el sostén; cayó al suelo, revelando un plano y velludo
pecho.
Iba a quitarse el
resto de la ropa interior cuando el sargento comenzó a gritar y echó a correr hacia
la puerta; ella se alzó, le tendió los brazos y croó palabras de amor y de
súplica.
Él golpeó a la
criatura con todas sus fuerzas, y ella cayó al suelo, sollozando amargamente,
su falda a medio camino de sus musculosas y peludas piernas.
El sargento no se
detuvo a recuperar su armadura y sus armas: salió de la Estación de Paz al brumoso
desierto, donde la muerte aguardaba al desarmado y al desesperado.
HENRY SLESAR, Visiones Peligrosas,
1967