Sin embargo, el sector que debería proveer alternativas sensatas pierde
su tiempo jugando a las bolitas.
No le ha sido suficiente la paliza recibida en las últimas elecciones,
como resultado de su empecinamiento en presentarse dividida.
No escucha la indignación ciudadana, que critica su rol de pigmeos.
Igual que el oficialismo, la oposición vive en una burbuja.
La diferencia consiste en que el oficialismo abarca un gran arco que va
desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha (Hebe de Bonafini y D'Elía,
para ilustrar con nombres) y aspira a mantenerse en el poder a cualquier costo.
La oposición, en cambio, no sabe construir su propio gran arco, ni cómo
presentarse, ni por dónde marchar, ni cómo aumentar su influencia.
Es cierto que se destacan figuras dignas en el espectro opositor.
Pero, con escasos nombres, sus respectivas agrupaciones no se deciden a asumir el estado crítico de la República.
Por eso no se apuran en desarrollar mecanismos de articulación y
definir programas de largo alcance.
No construyen el edificio de una alternativa sólida, confiable,
racional y patriótica, concentrada en los temas centrales, con vistas a un
futuro sólido, sobre los cuales no existen diferencias de significación.
Hasta ahora no han establecido comisiones mixtas de trabajo y proyecto,
no han convocado a los cientos de especialistas capaces en todas las áreas que
posee nuestro país.
Se limitan a unas patéticas danzas de comité.
A soñar con un protagonismo que les caerá por arte de magia.
No advierten que pela la urgencia y esta urgencia necesita de un cuerpo
opositor múltiple en sus orígenes, pero unicolor en su objetivo
de salvar la República
y la democracia.
No alcanza con votar en forma dispersa en el Congreso, porque aumenta
la insignificancia de cualquier alternativa.
Los protagonistas de la oposición -repito: con excepciones- se limitan
a maquillajes, negociaciones de corto vuelo, respuestas confusas a la agenda
oficial, ambiciones personales, y conceptos nublados por su arcaísmo y miopía.
En otras palabras, reproducen ad náuseam el modelo populista
(oportunista) que mantiene encadenada en un pantano la extraordinaria
potencialidad argentina.
No se han dado cuenta de que China, por
ejemplo, desde que se atrevió a dejar en la historia el fósil modelo
colectivista de Mao, ¡aumentó 45 veces su PBI!
Por lo tanto, urge liberarnos de las cadenas
populistas que enriquecen a unos pocos y hunden en un pozo sin fondo a toda la
nación.
¿El Socialismo de Mercado del PCCh como “salvación” de la Republica, con Mayúscula,
y la democracia, con minúscula?
Ojo, más que un lapsus involuntario, es la simple nostalgia
por la ausencia del Partido Militar; que vivía salvando a la “Republica”, las “Instituciones”
y la “Constitución” de la “amenaza” del “populismo autóctono”; esa
Contracultura plebeya que empieza con P…
La “tentación” del “atajo” de Plaza de Tian'anmen ya la
rechazamos en 1989, y en el 2001; el Peronismo “de Guerra” maduro con la Resistencia Vieja,
1955/70; la Resistencia
“ampliada a la pequeña burguesía”, 1970/73; al Proceso, 1976/83.
Por eso nos resulta tan familiar la idea de Insurgencia, ver
video de mas abajo.
Sabíamos, y sabemos, que mantener la Democracia con mayúsculas;
incluyendo las “malditas” elecciones, es mucho más arduo y complejo que la “Militarización
del Orden Social”; que tan “atractivo” les
resulta a los No Peronistas cuando las papas queman.
Creemos que la dialéctica múltiple, al estilo de Battlestar Galáctica
Re-imaginada (hacer
clic aquí), es mas “productiva socialmente” que el “Orden Jerárquicamente Regimentado” de las Tradiciones Liberales y
Marxistas
Que ven el “Juego de Poder” como si fuera un Tablero de
Ajedrez, o su evolución tecnológica, el PayStation.
Preferimos, en cambio, realizar nuestra propia praxis con
las reglas de los Naipes; o su versión actual de Juegos de Rol, que por definición
implica jugadores múltiples; ver video de abajo.
Donde Alianzas, Traiciones, y Renegociaciones; incluyendo la
“Infiltración”, no nos escandalizan; al fin y al cabo solo somos seres humanos
que pretenden sobrevivir al “Por Venir”, no semidioses impolutos desde lo Ético
y Moral, propietarios de la “Verdad” filosófica.
Resumiendo, hay lugar para todos en el Juego sin Fin.
Photogrqapher
Jeremias Gonzalez essay on Argentine writer Eduardo Perrone. Author of
"common criminal" and other books that won him recognition in the
70s, Perrone died in 2009 alone, extremely poor and abandoned in a railway
wagon was their home in the city of Tucuman.
Lucas, el Litoraleño Provocador, escribió otra de sus
guarradas típicas; para escandalizar a la Burguesía Cultural
de la Republica
de Palermo y su Puerto Madero; hacer
clic aquí.
Pero si vamos a escandalizar a los provincianos aporteñados,
y los porteños culturalmente provincianos, mentando a los “Parias” de los 60 y
70; Luquitas omitió, por desconocimiento generacional, al más terrible de todos.
El Lupen aborrecido por las Izquierdas Bienpensantes de los
80 y 90, a
tal punto que generaron una espiral de silencio intelectual, a quien había sido
una estrella generacional junto a Asís y Medina; y admirado, solo
literariamente, por los Noventistas Provincianos.
Pruebas al canto:
Una feliz e
inesperada coincidencia me permitió releer una de las novelas del injustamente
olvidado autor tucumano Eduardo Perrone.
I.
El padre de mi amigo (otro vecino de la calle Deán Funes) solía viajar en moto
a San Miguel de Tucumán, de tanto en tanto, probablemente por razones de su
trabajo.
Siendo, como era, un auténtico caballero, nadie mejor que él para recomendarnos
un albergue barato en donde pudiéramos pasar los primeros días, mientras
encontrábamos, en 1961, una casa de familia decente que nos aceptara como
pensionistas.
Con nuestros recién estrenados dieciséis años, Fernando y yo llegamos juntos,
de noche, a una casa baja, dispuesta como hotel y ubicada a pocas cuadras de la
plaza principal. Era una casa extremadamente modesta, de esas con patio central
arbolado y alrededor del cual proliferan las habitaciones de los huéspedes
ocasionales.
Una enorme palmera y ropa interior femenina colgada, daban carácter al citado
patio que servía, además, para secar decenas de sábanas desgastadas. Flotaba en
este ambiente un extraño olor a desinfectante y a trigo recién segado que
luego, mas despierto y mejor informado acerca de esta faceta de la vida, volví
a encontrar en el célebre patio estrellado del “mueble” que, ubicado en la
esquina de Acevedo y Fernández, introdujo la higiene, la discreción y la
modernidad en Salta.
Varias cosas llamaron pronto nuestra juvenil atención: los clientes del hotel
eran mayoritariamente mujeres que llegaban de madrugada, en el momento en que
mi amigo me arrastraba a la primera misa del día; las chicas se paseaban por el
patio exhibiendo, sin recato alguno, en unos casos sus encantos y en otros los signos
de su prematura decadencia; todas fumaban incesantemente y se pasaban horas
hasta lograr que sus labios lucieran un brillo intenso, furioso, diabólico; sus
bocas eran todas “rojas, locas y mentirosas”.
Afortunadamente, en menos de una semana, encontramos, a pocas cuadras de allí,
la ansiada casa decente, propiedad de una familia de nobles italianos emigrados
y empobrecidos que recibía como pensionistas a estudiantes salteños o jujeños y
que daba de comer, por una módica cantidad de dinero, a empleados de comercio
sin familia y a un zapatero de origen ruso.
Aprovechando nuestra condición de vecinos de la “casa de la palmera” y de
estudiantes universitarios rodeados de compañeros buenos conocedores de los
intercambios sexuales más diversos, incluso de los avatares del sexo alquilado,
terminamos de comprender la verdadera naturaleza de nuestro primer albergue sin
dejar de sorprendernos por la imprudencia del padre de Fernando.
Los más avezados, o desvergonzados, de nuestros amigos tucumanos lanzaron la
especie de que el adusto caballero que era aquel padre ejemplar no había
encontrado mejor camino para introducir a su hijo, y de paso a su futuro
compañero de pensión, en el trato con mujeres favoreciendo o promoviendo su
iniciación sexual, estando como estaba convencido de la castidad de ambos.
II.
Años después, alguien puso en mis manos la novela de Eduardo Perrone, “Visita,
francesa y completo”, y terminé de conocer y de comprender el mundo del sexo
que se alquila a los menos pudientes, de la droga, del juego y de los vicios
menores asociados a ellos.
Se trata de una singular novela en donde están espléndidamente narrados tanto
la vida de los bajos fondos tucumanos en su versión sesentista, que transcurre
en ese contexto especial creado por las dictaduras de entonces (Aramburu y
Onganía), como el devenir de una economía centrada en la zafra azucarera, y la
pobreza urbana y rural que, por siglos, azota a las provincias del norte
argentino.
Mientras transcurría aquella década apasionante, cometí el error de recomendar
la novela a uno de mis amigos, el famoso Casanova salteño, quien pasó largos
años coleccionado bragas de damas y damitas que rendían sus encantos a su poder
de seducción.
Había decidido emular a don Pío, aquel bacán y calavera tucumano cuyas
aventuras describe la novela de Perrone, y soñaba con testar convocando a los
maridos y novios burlados para que, tras de su muerte, recogieran los
deshonrados trofeos. Los años, su tardío regreso a la fe católica, y un
reencuentro con el sentido del pudor y la discreción, le hicieron abandonar tan
temerario designio.
Por supuesto, mi amigo, Casanova del Valle de Lerma, sobrestimaba la cantidad
de sus conquistas; pese a ello, puede que haya batido el record provinciano de
promiscuidad.
Tenía de Casanova sus finos modales y su condición de caballero
hispano-veneciano lo llevaba a buscar un esposo a sus amadas caídas en
desgracia, habiendo llegado, incluso, a actuar como padrino de boda de una de
ellas, bella estampa autóctona, morena, de ojos refulgentes, dentadura
completa, pelo abundante, cuidado y renegrido, que enloquecía a los hombres por
un singular desarrollo muscular.
La lectura, en clave sesentista, de Perrone me permitió sacar varias
conclusiones, seguramente provisorias o apresuradas: En primer lugar, los
varones de las clases medias local, cuando concurrían a los prostíbulos de
moda, demandaban (y pagaban) solamente el servicio catalogado como “visita”.
En segundo lugar, el servicio “francesa” era un gusto perverso de las clases
altas y se brindaba únicamente en los locales regentados por doña María, la
ilustre dama venida de la lejana Polonia.
La última de mis conclusiones, siempre aventuradas, es que el servicio “completo”
no existía en una Salta recatada y aplicada al cumplimiento de ciertos cánones
tradicionales. No existía fuera del hogar, y era inimaginable dentro.
En este sentido, nuestra capital aparecía a la zaga de ciudades como Tucumán y
la mismísima Catamarca en donde, siempre según Perrone, el tarifario
reemplazaba, como una concesión a la profunda religiosidad de nuestros vecinos,
los nombres de “visita, francesa y completo”, por los de “pecadillo, pecadillo
y medio, dos pecadillos y dos pecadillos y medio” (sin que hasta ahora nadie
que no sea catamarqueño haya logrado develar el contenido de esta cuarta
perversión).
III.
Si bien logré saber que mi admirado Perrone mal vive en su Tucumán natal,
alejado de los focos y de los círculos literarios, pasé años buscando, sin
suerte, la novela que tanto me había impresionado en mi juventud.
Hasta que di con otras de sus famosas obras (“Preso Común”) y descubrí que
estaba dedicada a mi amigo Santiago Lavié O’Farrell, exclusivo fotógrafo y
retratista con clientela en la
Recoleta porteña y, a su vez, gran amigo y compadre del
eximio autor tucumano.
Sin dudar, llamé a Santiaguito por teléfono y en horas pude reunirme con las
inhallables obras completas de Eduardo Perrone.
Acabo de releer “Visita, francesa y completo” y debo decir que disfruté, si
cabe, más que la primera ocasión, toda vez que los años me permitieron apreciar
el fino erotismo que subyace en las prácticas brutales del prostíbulo y en las
relaciones, muchas veces inhumanas, de la pupila con su cafiolo.
Además de recomendar, con entusiasmo, su lectura a los librepensadores del
mundo, deseo enviar un fraternal saludo a tan ilustre tucumano.
ARMANDO CARO FIGUEROA, EL 01 DE ENERO DE 2008; hacer
clic aquí.
¿Quién carajo, preguntara la pendejada, fue el tucumano
Perrone?
Breves datos:
escritor tucumano, 63 años, autor de, entre otros textos, cuatro novelas:
“Preso común”, “Visita francesa y completa”, “Los pájaros van a morir a Buenos
Aires”, “Días de llorar, días de reír”.
Tengo en mis
manos la 5° edición de “Preso común” y la 4° de Visita…
La lectura de
su primera novela, “Preso común”, es, creo, una tarea ineludible para entender
la vida y la obra de este ciudadano devenido en preso, devenido en escritor,
devenido en célebre y extravagante dote de las letras de Tucumán, devenido en
bohemio callejero, habitué de intemperies, preso ahora en la ciudad, viviendo
en el vagón de un tren .
Esta obra,
cuya primera edición data de 1973, (la 5° edición que tengo frente a mí es de
1977) cuenta la peregrinación de un grupo de jóvenes acusados de violación -
grupo en el que se encontraba el mismo Perrone - a través de comisarías y su
paso por el penal de Villa Urquiza.
Las
descripciones de la vida en la cárcel, del mundo de presos, comisarios, guarda
- cárceles, prostitutas de Tucumán, son minuciosas, exhaustivas, despojadas, en
general, de juicios de valor.
Con la mayor
naturalidad del mundo, Perrone nos pone en presencia de un paisaje que es
hábitat poco hospitalario, donde lo sórdido persiste.
…………
L: -¿Cómo es
que vos te decidiste a escribir “Preso Común”?
P: - Y bueno,
yo había estado preso…
Pero es cierto
que hay muchos que han estado presos y que no han escrito ni siquiera una carta
al abogado, en realidad no tiene nada que ver.
(El diálogo
con Perrone se va perdiendo en los vericuetos múltiples de su memoria. De a
ratos se ramifica.)
P: - En el ‘71
salimos de la cárcel, aunque ya veníamos saliendo en forma espaciada con
licencias de 15 o 20 días.
A la novela la
había empezado a escribir en la cárcel.
N: -¿Cómo
llegó a publicarla?
P: - Una vez
escrita, pensaba que iba a ser fácil publicarla.
Junté unos
mangos y me fui a Buenos Aires.
Llegué por una
y otra editorial y siempre lo mismo:
“Déjela que ya
la vamos a leer”.
Al mes volvía
y el libro estaba como yo lo había dejado, lleno de tierra, ni lo habían
desatado para leerlo.
Mientras
tanto, yo sobrevivía vendiendo gorros, banderines deportivos en la cancha.
Vivía en un
hotel, comía en el Munich, tenía mi ropita al día.
Un día, viendo
que el tema de las editoriales no avanzaba, me fui al Centro Editor de América
Latina, donde hablé con un señor a quien expliqué mi situación y quien a su vez
me derivó a un Sr. Llamado Luis Gregorich.
“No sé si se
la va a publicar, pero seguro que la va a leer”, me dijo aquél.
Les dejé mi
novela y esperé 15 o 20 días.
Rodeado de
pilas de libros, Gregorich, un polaco grandote, provisto de anteojos de un
vidrio tan grueso que apenas permitían distinguirle los ojitos, me dijo:
“Muy
interesante, usted no es un escritor, esta es su primera obra, tiene unos
cuantos errores pero hay gente que se dedica a la corrección, yo ya hablé por
teléfono con un editor, llévele esta carta mía.”
Incrédulo,
dejé la carta en el lugar indicado.
El editor la
leyó y, señalando que si Gregorich me recomendaba era garantía, me ofreció el
contrato de edición.
Estas cosas
ocurren cuando a uno se le abren las puertas, aunque a veces a las puertas hay
que patearlas…
La cosa es que
quince días antes de que salga la novela, me llama por teléfono Osvaldo
Soriano, y me solicita una entrevista para el diario La Opinión.
Ahí lo conocí
a Soriano, quien después llegó a ser mi amigo.
L: - Y después
saliste en la tapa de una revista, abrazado con Jorge Asís…
P: Sí, era la
revista Panorama.
El titular
decía: “¿Qué están haciendo nuestros narradores hoy?”.
Podría
conseguir esa revista, pero aquí corre el riesgo de ensuciarse, o de que el
perro la coma cuando ande con hambre…
(Diarios,
revistas, televisión. Perrone conoció la celebridad de un best seller.
Ahora saca de
su bolsillo su DNI ajado, lo abre, y de sus pliegues extrae un cigarrillo. “¿Le
molesta el humo?”, me pregunta, porque estoy sentada a su lado. “Lo que pasa es
que este cigarro no es de muy buena calidad y el aroma no es muy rico…”. Aún no
anochece.)
P:- El texto
que ahora tengo entre mis manos es interesante, se llama “Cómo hacer una
novela”, si quieren se los leo.
“Casi siempre
la primera novela es autobiográfica.
Un libro de
recuerdos, memorias, o hechos que nos sucedieron y que nosotros consideramos
como obligatorio que deben ser conocidos por el resto de la humanidad”[4]
N: - ¿Sus
textos, Eduardo, son autobiográficos?
P: -
Generalmente.
Yo soy un
narrador testimonial, escribo sobre cosas que he conocido.
Por ejemplo, el
título de mi segunda novela, Visita francesa y completa, es la tarifa de los
prostíbulos.
(El escritor
nos ha introducido ahora en su segunda novela, publicada en el año 1974,
reeditada cuatro veces.
En esta
novela, el personaje, Gervasio, recién salido de la cárcel, se involucra por
necesidad en el mundo de cafishios y de vendedores de cocaína.)
P: - Lo que
realmente existió de esa novela fue el conventillo, que era de la Juana G., situado en la
calle Marco Avellaneda, entre San Juan y Santiago.
En la novela
cuento las farras que allí se armaban.
Siempre había
alguien comiendo, alguien borracho, alguien tomando, alguien yendo a comprar
vino, alguien descansando.
La dueña tenía
un prostíbulo en el bajo, que estaba las 24 horas funcionando, de modo que siempre
había alguien en actividad y alguien recuperándose.
Yo en esa
época andaba con una chica de ahí.
Esta es una versión modificada de una entrevista que
hicieron Natalia Acosta y Lorenzo Verdasco al escritor tucumano Eduardo
Perrone, en el año 2004. La primera versión del texto fue publicada por la
revista El Fabulario en ese año.
Murió Eduardo
Perrone, escritor que se volvió personaje del Tucumán marginal
El autor de
"Preso común" fue encontrado muerto al lado del vagón de tren en el
que vivía.
Eduardo
Perrone no podría haber muerto en una cama de hospital.
Ayer, la Policía lo encontró tirado
al lado de las vías del tren, en Crisóstomo Alvarez y Bernabé Aráoz, donde el autor de "Preso
común" se había organizado en un vagón desguazado un refugio tan precario
como había sido su propia vida.
Para las
generaciones que todavía guardan memoria del Tucumán de la década del 70, la
muerte de Perrone significa la despedida a una de las últimas leyendas urbanas
de esa época.
………..
La trama de
esa obra póstuma no es una excepción: responde a la mirada de un escritor que
se construyó como tal hurgando en la marginalidad del Tucumán de las últimas
cuatro décadas.
El personaje
murió en soledad.
Sin embargo,
dejó una huella inquietante y que despierta curiosidad en las nuevas generaciones.
Así lo refleja
la foto que acompaña a esta crónica.
La imagen es
parte de un fotorreportaje desarrollado por Jeremías González.
Por esas cosas
del destino, la historia en imágenes de Perrone viviendo en las vías está colgada
en la muestra de la
Asociación de Reporteros Gráficos de la Argentina, en el corazón
de Buenos Aires, en el Palais de Glace.
"Ahora tenemos un peronismo que es todo: es la extrema derecha, es
el centro, es el centro izquierda, es la extrema izquierda, es la democracia y
es el terrorismo, es la demagogia y es la insensatez...
Todo es el peronismo"
UN "FLAGELO" PARA ARGENTINA
Vargas Llosa compara al peronismo con el nazismo
El premio Nobel de Literatura no ha ahorrado críticas contra
el peronismo, Cristina Fernández y su política en Argentina.
Había mil seiscientas
Estaciones de Paz erigidas en el octavo año del conflicto, la contribución de los
pocos civiles que quedaban aún en el continente norteamericano; mil seiscientos
refugios a prueba de radiaciones donde
el combatiente itinerante podía hallar comida, bebida y descanso.
Sin embargo, en cinco
agotadores meses de vagabundear por las áridas regiones de Utah, Colorado y Nuevo México, el sargento Tod Halstead había perdido toda esperanza de
hallar alguna.
En su armadura de
aluminio forrada de plomo, parecía una máquina de guerra perfectamente acondicionada,
pero la carne dentro del resplandeciente alojamiento era débil y estaba sucia,
cansada y solitaria, en su monótona tarea de buscar un camarada o encontrar un
enemigo a quien matar.
Era un Portacohetes de
tercera clase, significando el rango que su tarea consistía en ser una rampa de
lanzamiento humana para los cuatro cohetes con cabeza de hidrógeno que llevaba
sujetos a la espalda.
Cohetes que debían ser
puestos en ignición por un Portacohetes de segunda clase, siguiendo las órdenes
y cuenta regresiva de un Portacohetes de primera clase.
Tod había perdido los
otros dos tercios de su unidad hacía meses; uno de ellos se había echado a reír
de pronto y se había clavado su propia bayoneta en la garganta; el otro había
sido muerto de un disparo por la esposa sexagenaria de un granjero, la cual se
resistía a sus desesperados avances amorosos.
Luego, a primera hora
de la mañana, tras asegurarse que el resplandor que surgía por el este era el sol
y no el fuego atómico del enemigo, echó a andar por una polvorienta carretera y
vio más allá de las oscilantes oleadas de calor un edificio cuadrado blanco
situado en medio de un bosquecillo de desnudos árboles grises.
Avanzó tambaleante, y
supo que no era un espejismo del desierto creado por el hombre, sino una
Estación de Paz.
En la puerta, un
hombre de pelo blanco con rostro de Papá Noel le hizo una seña, le sonrió y le
ayudó a entrar.
—Gracias a Dios —dijo
Tod, dejándose caer en una silla—.
Gracias a Dios.
Ya casi había renunciado...
El jovial anciano le
palmeó las manos, y dos muchachos de revuelto pelo entraron corriendo en la habitación.
Como empleados de una
estación de servicio, se afanaron en torno a él, quitándole el casco, las
botas, soltando sus armas.
Le abanicaron,
masajearon las muñecas, aplicaron una loción refrescante a su frente; pocos
minutos más tarde, con los ojos cerrados y sintiendo aproximarse el sueño, fue
consciente de una mano suave en su mejilla, y cuando se despertó descubrió que
su barba de meses había desaparecido.
—Ya está —dijo el
director de la estación, frotándose satisfecho las manos—.
¿Se siente mejor, soldado?
—Mucho mejor —dijo
Tod, mirando a su alrededor la desnuda pero confortable habitación—.
¿Cómo va la guerra
para usted, civil?
—Muy dura —dijo el
hombre, perdiendo su jovialidad—.
Sin embargo, hacemos
todo lo que podemos, sirviendo a los luchadores del mejor modo posible.
Pero relájese,
soldado; pronto le traerán comida y bebida.
No será nada especial;
nuestras provisiones de ersatz están muy bajas.
Hay un nuevo buey
químico que hemos estado guardando; se lo daremos.
Creo que está hecho a
base de corteza de árbol, pero su sabor no es tan malo como todo eso.
—¿Tiene usted
cigarrillos? —dijo Tod.
El otro extrajo un
cilindro de color marrón.
—También ersatz, me
temo; fibras de madera tratadas.
Pero arde, al fin y al
cabo.
Tod lo encendió.
El humo acre ardió en
su garganta y pulmones; tosió, y lo apagó.
—Lo siento —dijo el
director de la estación tristemente—.
Es lo mejor que
tenemos.
Todo, todo es ersatz;
nuestros cigarrillos, nuestra comida, nuestra bebida...; la guerra es dura para
todos.
Tod suspiró y se
reclinó.
Cuando la mujer surgió
por la puerta, llevando una bandeja, se irguió en su asiento y sus ojos se
clavaron primero en la comida.
Ni siquiera se dio
cuenta de lo hermosa que era, cómo sus ropas casi transparentes y hechas
harapos moldeaban sus pechos y caderas.
Cuando se inclinó
hacia él, tendiéndole un humeante tazón de un guiso de extraño olor, su rubio
pelo cayó hacia delante y rozó la mejilla del hombre.
Él alzó la vista y sus
ojos se encontraron; la joven bajó tímidamente la mirada.
—Te sentirás mejor
después de esto —dijo con voz ronca, e hizo un movimiento con su cuerpo que
apagó su hambre por la comida, despertando otro tipo de apetito.
Hacía cuatro años
desde la última vez que había visto una mujer como aquélla.
La guerra se había
llevado primero, con las bombas y el polvo radiactivo, a todas las mujeres
jóvenes que se habían quedado detrás mientras los hombres escapaban a la
comparativamente relativa seguridad de la batalla.
Sorbió el guiso y lo encontró
detestable, pero lo apuró hasta el final.
El buey hecho de
madera era duro y fibroso; no obstante, era mejor que las raciones enlatadas a
las que se había acostumbrado.
El pan sabía a algas, pero
lo untó con una especie de margarina y lo masticó a grandes bocados.
—Estoy cansado —dijo
finalmente—.
Me gustaría dormir.
—Sí, por supuesto
—dijo el director de la
Estación de Paz—.
Por aquí, soldado,
venga por aquí.
Lo siguió hasta una
pequeña habitación sin ventanas, cuyo único mobiliario era un oxidado camastro
de metal.
El sargento se dejó
caer blandamente sobre el colchón, y el director de la estación cerró con
suavidad la puerta tras él.
Sin embargo, Tod sabía
que no iba a poder dormir, pese a su estómago saciado.
Su mente estaba
demasiado llena, su sangre corría demasiado aprisa por sus venas, y el ansia de
mujer crispaba todo su cuerpo.
La puerta se abrió y
ella entró.
No dijo nada.
Se dirigió hacia el
camastro y se sentó junto a él.
Se inclinó y le besó
la boca.
—Mi nombre es Eleonora
—susurró, y él la abrazó ansiosamente—.
No, espera —dijo, soltándose
de su abrazo.
Se alzó del camastro y
se dirigió hacia el rincón.
Él la contempló
mientras se desprendía de sus ropas.
El rubio cabello se
deslizó hacia un lado cuando se sacó el vestido por encima de la cabeza, y los
bucles cayeron en un ángulo imposible sobre su frente.
Dejó escapar una
risita, y se ajustó de nuevo la peluca.
Luego se llevó las
manos atrás y se soltó el sostén; cayó al suelo, revelando un plano y velludo
pecho.
Iba a quitarse el
resto de la ropa interior cuando el sargento comenzó a gritar y echó a correr hacia
la puerta; ella se alzó, le tendió los brazos y croó palabras de amor y de
súplica.
Él golpeó a la
criatura con todas sus fuerzas, y ella cayó al suelo, sollozando amargamente,
su falda a medio camino de sus musculosas y peludas piernas.
El sargento no se
detuvo a recuperar su armadura y sus armas: salió de la Estación de Paz al brumoso
desierto, donde la muerte aguardaba al desarmado y al desesperado.