lunes, 26 de noviembre de 2007

Guy de Maupassant y la Burguesía argentina

Annus terribilis, es la mejor descripción que le cabe al periodo 2001 al 2003.

Además de la jerarquía y prestigio que le dio al pronunciarlo The Queen.

Alejándonos del riesgo de disolución social, los sospechosos de siempre, solo saben del desprecio.

Guy de Maupassant no solo fue uno de los grandes cuentistas realistas, fue un anatomista despiadado y cruel de las miserias de la burguesía.

Sus personajes son prototipos universales, como dice la RAE en la 2ª acepción de la palabra.

Ejemplar más perfecto y modelo de una virtud, vicio o cualidad.

En Bola de Sebo tenemos una galería de personajes burgueses, de Derechas a Izquierdas, todas sus conductas están descriptas.

Solo un personaje desentona, es la que le da nombre al cuento.

Setenta y cinco años mas tarde, durante la Libération, mujeres obligadas al mismo sacrificio, sufrieron el escarnio de ser rapadas; no por los que resistieron.

Sino por los que callaron, escondidos en sus madrigueras, que son fieles al imperativo sartreano, "l'enfer, c'est les autres".

Existe mucha controversia sobre la renacida etiqueta, Gorila.

Se argumenta que el peronismo no existe, por lo tanto su antitesis social no tiene razón de ser.

También se refutan las comparaciones de conductas, utilizando vastos aparatos eruditos, producidos por notables Intelectuales de los Centros Imperiales.

Como si La Matanza fuera una "banlieue" y Palermo Montmartre, sin análisis, comparación y crítica.

Quizás los Ilustrados Bienpensantes, que disfrutan de su Autonomía, tengan razón.

Yo soy tan solo un hijo de proletarios, con una educación asistemática y aluvional.

Pero no pueden negar las similitudes en los comportamientos de los personajes del cuento.

Es mas discutible, mi identificación de Bola de Sebo con la Mazorca; ese hato de impresentables, de dudosa reputación y conductas reprobables.

Pero, “Dejémoslo ahí”, como decía el Guru de los 90.

Por eso comparto el final, que tiene tanta actualidad, para mí.

En el link, lo tienen completo, para que puedan disfrutarlo como corresponde a una Obra de Arte.




Sólo faltaba Bola de Sebo, y al fin compareció.

Se presentó algo inquieta y avergonzada; cuando se detuvo para saludar a sus compañeros, hubiérase dicho que ninguno la veía, que ninguno reparaba en ella. El conde ofreció el brazo a su mujer para alejarla de un contacto impuro.

La moza quedó aturdida; pero sacando fuerzas de flaqueza, dirigió a la esposa del industrial un saludo humildemente pronunciado. La otra se limitó a una leve inclinación de cabeza, imperceptible casi, a la que siguió una mirada muy altiva, como de virtud que se rebela para rechazar una humillación que no perdona. Todos parecían violentados y despreciativos a la vez, como si la moza llevara una infección purulenta que pudiera comunicárseles.

Fueron acomodándose ya en la diligencia, y la moza entró después de todos para ocupar su asiento.

Como si no la conocieran. Pero la señora Loiseau la miraba de reojo, sobresaltada, y dijo a su marido:

-Menos mal que no estoy a su lado.

El coche arrancó. Proseguían el viaje.

Al principio nadie hablaba. Bola de Sebo no se atrevió a levantar los ojos. Sentíase a la vez indignada contra sus compañeros, arrepentida por haber cedido a sus peticiones y manchada por las caricias del prusiano, a cuyos brazos la empujaron todos hipócritamente.

Pronto la condesa, dirigiéndose a la señora Carré-Lamdon, puso fin al silencio angustioso:

-¿Conoce usted a la señora de Etrelles?

-¡Vaya! Es amiga mía.

-¡Qué mujer tan agradable!

-Sí; es encantadora, excepcional. Todo lo hace bien: toca el piano, canta, dibuja, pinta... Una maravilla.

El industrial hablaba con el conde, y confundidas con el estrepitoso crujir de cristales, hierros y maderas, oíanse algunas de sus palabras: "...Cupón... Vencimiento... Prima... Plazo..."

Loiseau, que había escamoteado los naipes de la posada, engrasados por tres años de servicio sobre mesas nada limpias, comenzó a jugar al bésique con su mujer.

Las monjitas, agarradas al grueso rosario pendiente de su cintura, hicieron la señal de la cruz, y de pronto sus labios, cada vez más presurosos, en un suave murmullo, parecían haberse lanzado a una carrera de oremus; de cuando en cuando besaban una medallita, se persignaban de nuevo y proseguían su especie de gruñir continuo y rápido.

Cornudet, inmóvil, reflexionaba.

Después de tres horas de camino, Loiseau, recogiendo las cartas, dijo:

-Hace hambre.

Y su mujer alcanzó un paquete atado con un bramante, del cual sacó un trozo de carne asada. Lo partió en rebanadas finas, con pulso firme, y ella y su marido comenzaron a comer tranquilamente.

-Un ejemplo digno de ser imitado -advirtió la condesa.

Y comenzó a desenvolver las provisiones preparadas para los dos matrimonios. Venían metidas en un cacharro de los que tienen para pomo en la tapadera una cabeza de liebre, indicando su contenido: un suculento pastelón de liebre, cuya carne sabrosa, hecha picadillo, estaba cruzada por collares de fina manteca y otras agradables añadiduras. Un buen pedazo de queso, liado en un papel de periódico, lucía la palabra "Sucesos" en una de sus caras.

Las monjitas comieron una longaniza que olía mucho a especias y Cornudet, sumergiendo ambas manos en los bolsillos de su gabán, sacó de uno de ellos cuatro huevos duros y del otro un panecillo. Mondó uno de los huevos, dejando caer en el suelo el cascarón y partículas de yema sobre sus barbas.

Bola de Sebo, en la turbación de su triste despertar, no había dispuesto ni pedido merienda, y exasperada, iracunda, veía cómo sus compañeros mascaban plácidamente. Al principio la crispó un arranque tumultuoso de cólera, y estuvo a punto de arrojar sobre aquellas gentes un chorro de injurias que le venían a los labios; pero tanto era su desconsuelo, que su congoja no le permitió hablar.

Ninguno la miró ni se preocupó de su presencia; sentíase la infeliz sumergida en el desprecio de la turba honrada que la obligó a sacrificarse, y después la rechazó, como un objeto inservible y asqueroso. No pudo menos de recordar su hermosa cesta de provisiones devoradas por aquellas gentes; los dos pollos bañados en su propia gelatina, los pasteles y la fruta, y las cuatro botellas de burdeos. Pero sus furores cedieron de pronto, como una cuerda tirante que se rompe, y sintió pujos de llanto. Hizo esfuerzos terribles para vencerse; irguióse, tragó sus lágrimas como los niños, pero asomaron al fin a sus ojos y rodaron por sus mejillas. Una tras otra, cayeron lentamente, como las gotas de agua que se filtran a través de una piedra; y rebotaban en la curva oscilante de su pecho. Mirando a todos resuelta y valiente, pálido y rígido el rostro, se mantuvo erguida, con la esperanza de que no la vieran llorar.

Pero advertida la condesa, hizo al conde una señal. Se encogió de hombros el caballero, como si quisiera decir: "No es mía la culpa".

La señora Loiseau, con una sonrisita maliciosa y triunfante, susurró:

-Se avergüenza y llora.

Las monjitas reanudaron su rezo después de envolver en papel el sobrante de longaniza.

Y entonces Cornudet -que digería los cuatro huevos duros- estiró sus largas piernas bajo el asiento delantero, reclinose, cruzó los brazos, y sonriente, como un hombre que acierta con una broma pesada, comenzó a canturrear La Marsellesa.

En todos los rostros pudo advertirse que no era el himno revolucionario del gusto de los viajeros. Nerviosos, desconcertados, intranquilos, removíanse, manoteaban; ya solamente les faltó aullar como los perros al oír un organillo.

Y el demócrata, en vez de callarse, amenizó el bromazo añadiendo a la música su letra:

Patrio amor que a los hombres encanta,
conduce nuestros brazos vengadores;
libertada, libertad sacrosanta,
combate por tus fieles defensores.

Avanzaba mucho la diligencia sobre la nieve ya endurecida, y hasta Dieppe, durante las eternas horas de aquel viaje, sobre los baches del camino, bajo el cielo pálido y triste del anochecer, en la oscuridad lóbrega del coche, proseguía con una obstinación rabiosa el canturreo vengativo y monótono, obligando a sus irascibles oyentes a rimar sus crispaciones con la medida y los compases del odioso cántico.

Y la moza lloraba sin cesar; a veces un sollozo, que no podía contener, se mezclaba con las notas del himno entre las tinieblas de la noche.

http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/fran/maupassa/bolasebo.htm