sábado, 6 de mayo de 2017

Manolerias, convergencias en la coordenada Z.



¿“Cristinización” del “Mauricismo” de paladar negro?, ¿2015/17 = 2011/13?

¿El “Relato” como placebo emocional ante la ausencia de “resultados” concretos y palpables?

Los celacantos, su regreso en realidad, aterra al Republicanismo “lucido”; sumando angustia ante un frente externo absolutamente subvertido.

"La lucha de clases resurge políticamente con ocasión del duelo que enfrentará en la segunda vuelta al liberal Emmanuel Macron y a la soberanista Marine Le Pen", se dice en este artículo publicado —esto es lo más significativo— en "Le Figaro", el periódico de la burguesía conservadora.
……
El electorado de Macron aglutina la Francia a la que le van bien las cosas, la Francia optimista, la Francia que gana bien su vida, esos viejos faros del antiguo mundo: esa Francia “abierta”, generosa porque tiene los medios de serlo.
La Francia de Marine Le Pen es la Francia que sufre, la que se inquieta.
Se inquieta de su futuro, de sus fines de mes, sufre viendo cómo los grandes empresarios ganan enormidades de dinero, protesta frente a la increíble arrogancia de esa burguesía que le da lecciones de humanismo y de progresismo desde lo alto de sus 5.000 euros mensuales.
La Francia de Le Pen perderá sin duda frente al “frente republicano” que se está preparando.
Piénsese lo que se piense de la candidata del Frente Nacional, hay en su previsible derrota una especie de injusticia patente: la Francia de arriba se dispone a confiscar a las clases populares la elección presidencial, la única elección en la que se empeña verdaderamente su destino.
Bastaba constatar la noche del pasado domingo la diferencia entre los militantes de Macron —consultores famosos, estudiantes de empresariales, seguros de su superioridad de clase— y los de Le Pen, gente sencilla, tímida, que no domina los códigos sociales y mediáticos.
¡Qué contraste también entre el ambiente vulgar, de discoteca, en la fiesta de Macron, y el baile improvisado en donde Le Pen!
Tras esa lucha de clases se esconde un enfrentamiento entre dos concepciones del mundo.
La concepción liberal y universalista, que no cree ni en el Estado ni en la nación; y la visión que hoy se denomina populista o también soberanista, que quiere restaurar el Estado, las fronteras y el sentido comunitario frente a los desastres de la globalización.
Es el gran combate que, en últimas, sigue en pie desde 1789.


Del “Paris enclavado en África” al “Francia también es África”.

¿Cómo reconocer hoy el mapa electoral de Francia en un instante tan próximo en el tiempo como el año 2002, cuando todavía el 43% de los obreros industriales y, más en general, el 39% de los trabajadores por cuenta ajena votaban disciplinadamente a la izquierda?
Apenas tres lustros después, y para asombro de la concurrencia, el primer partido de los trabajadores franceses, y con notable diferencia sobre el resto, es el ultramontano Frente Nacional.
Así, entre los trabajadores que ahora mismo tienen decidido ya ir a votar, Le Pen acapararía prácticamente la mitad de las voluntades, un 44% de los votos.
En sus antípodas, Hamon, el muy anodino ganador de las primarias socialistas, únicamente atraerá un raquítico 12% del voto de las aún llamadas clases populares.
Pero es que en el campo de derecha ocurre otro tanto de lo mismo: la correlación estadística positiva entre el nivel de renta y la adscripción a las siglas políticas de sesgo más conservador también se está desvaneciendo a pasos agigantados.


Mientras tanto en el culo del mundo la “grieta”, como corresponde a su simbología sexual, se pone a “parir” asombro y perplejidad.

Acaso los distingan cuatro atributos: valores, creatividad, visión y disposición al diálogo.
Por empezar, los valores de estas personas y organizaciones no pertenecen a la vulgata de la moral, sino que expresan un difícil equilibrio entre ideales e intereses.
El reconocimiento de los intereses evita el platonismo.
Supone asumir que la vida social está atravesada por una lucha constante de posiciones contrapuestas que, sin embargo, deben ser conciliadas en orden al bien común.
El segundo atributo es la creatividad.
Ser creativo implica la capacidad de combinar de manera original los elementos de un problema para extraer de ellos un nuevo significado.
La creatividad abre la puerta al siguiente atributo: la visión.
Los creativos son visionarios.
Miran más allá, salen de lo convencional, exploran, muestran que las fronteras pueden ampliarse.
Para eso abandonan la aldea.
Los visionarios se actualizan, observan y estudian el mundo para encontrar en él las respuestas o las nuevas preguntas que plantea la evolución.
Sin embargo, quizá ninguna de esas cualidades tendría sentido si no fueran acompañadas por la disposición a dialogar.
No se trata de un diálogo ingenuo que supone una equiparación ficticia de los participantes.
En una sociedad fracturada por los desequilibrios y la desigualdad, aturdida por el poder, el diálogo se parecerá más a un "habla plural", en los términos de Maurice Blanchot, que a un encuentro bucólico entre iguales.
Dialogar, según Blanchot, es desgarrador, "consiste primero en intentar acoger a lo otro como otro en su irreductible diferencia".
Significa salir de la "fascinación de la unidad" más propia de los dioses que de los hombres.
Es el riesgo angustiante de abrirse a lo distinto, por encima de las certezas del grupo primitivo.
Lecciones para cavadores de la grieta.
Y para cultores del altruismo indoloro y el marketing de la virtud.