domingo, 23 de junio de 2013

LAPOP, Barómetro de las Américas y Marie France Prévôt-Schapira; la Mazorca se hereda a si misma, anexo documental.





Año 2012 a 29 años…del Holocausto.

En Argentina, el proceso de municipalización fue menos marcado que en otros países vecinos como Brasil, Bolivia, Colombia y Perú.

Si bien la Constitución reconoce la autonomía municipal, al mismo tiempo confiere a las provincias la autoridad para determinar el contenido de dicha autonomía.

En algunas unidades provinciales los municipios aumentaron sus funciones de gobierno y obtuvieron recursos para desarrollar nuevas actividades.

Pero, en general, esto no ocurrió.

Los datos agregados parecen abonar esta interpretación: el gasto municipal en Argentina apenas asciende al 8% del gasto público nacional, mientras que los recursos tributarios propios de los municipios sólo constituyen el 3,5% de sus ingresos totales.

Esta debilidad financiera debe, sin embargo, ser sopesada respecto del poder que tienen los intendentes en el escenario político local.

En la mayoría de las provincias no existen límites de mandato para los intendentes, quienes pueden presentarse entonces indefinidamente a la reelección.

Un número importante de municipios han sido gobernados por las mismas personas (o familias) durante cuatro, cinco y hasta seis periodos consecutivos.

Esto bien podría indicar que los ejecutivos municipales usan los recursos del aparato estatal para perpetuarse en el poder, o que son gobernantes eficientes oportunamente premiados por los votantes en las urnas, o ambas cosas.

En cualquier caso, los municipios importan en la Argentina actual y por ello es relevante saber cómo los argentinos se relacionan con los gobiernos locales.

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Este apartado analiza en clave comparada el grado de satisfacción de los argentinos con la provisión local de servicios públicos en general, es decir, sin mencionar un tipo de servicio en particular.

Como se muestra en el Gráfico 122, las respuestas a la pregunta SGL1 indican que si bien existe un considerable nivel de variación nacional, los habitantes del continente en promedio expresan un nivel razonable (50,5 puntos) de satisfacción.

Con un valor promedio de 59,1 puntos, Argentina se ubica en el segundo lugar en la escala detrás de Canadá y por encima de Nicaragua y Ecuador, aunque las diferencias con estos tres países no son estadísticamente significativas.

Razonablemente, Haití aparece como el país con menor nivel de satisfacción en los servicios locales, seguido de cerca por Jamaica, Surinam y Belice.

Es interesante mencionar, por un lado, que los países del Caribe consistentemente ocupan las posiciones más bajas en la escala.

Por otro lado, la posición dispar de los países federales de América Latina en la lista sugiere una vez más que no es evidente la asociación sugerida por la literatura “optimista” sobre federalismo fiscal entre descentralización de funciones y calidad en la provisión de los servicios públicos.

El Gráfico 123 presenta datos desagregados para evaluar con mayor precisión en qué medida los argentinos se sienten satisfechos con el suministro de servicios públicos por parte de los gobiernos municipales.

La información indica que la percepción de los ciudadanos en nuestro país se divide en tres grupos: poco más del 50% manifiesta que la calidad en la prestación es buena o muy buena, alrededor del 35% sostiene que es regular, mientras que cerca del 15% restante declara que es mala o muy mala.

Como puede apreciarse en el Gráfico 124, la satisfacción promedio con los servicios provistos por los gobiernos locales en Argentina muestra un patrón marcadamente ascendente en el periodo 2008-2012.

El cambio más importante y estadísticamente significativo ocurrió en los últimos dos años, cuando dicho promedio aumentó cerca de 10 puntos en la escala.

23 Debe reconocerse que la responsabilidad por la provisión del tipo de servicios que se analizan a continuación puede recaer en distintos niveles de gobierno en los diferentes países del continente.

En Argentina, los gobiernos locales son responsables de la provisión de agua, sanidad, transporte, iluminación pública y una variedad de pequeños servicios que sin dudas afectan la calidad de vida de los ciudadanos.

Ninguno de los tres servicios evaluados en este apartado, sin embargo, son responsabilidad directa de los municipios argentinos.

Paginas 181 a 183

El caso de Brasil es un tanto desconcertante debido a la evaluación positiva que ha recibido en círculos académicos el programa de descentralización educativa, FUNDEF, en años recientes.24

24 Ver, por ejemplo, Oliveira, Frabrício Augusto de. 2003. “Fundef e Saúde: duas expêriencias (virtuosas?) de decentralização”.

En Decentralização e Federalism Fiscal no Brasil. Desafios da Reforma Tributária, editado por Fernando Rezende, y Frabrício Augusto de Oliveira. Rio de Janeiro: Konrad Adenauer-FGV.

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El Gráfico 130 presenta los niveles promedio de confianza en los gobiernos locales a lo largo de los países de las Américas.

Se observa, primero, que los argentinos muestran un nivel comparativamente elevado de confianza en sus intendencias.

En efecto, el promedio para nuestro país es de 54,3 puntos en la escala, aproximadamente 4 puntos más que el promedio regional.26

Considerando los intervalos de confianza, el promedio alcanzado por Argentina es indistinguible del obtenido por Venezuela y Uruguay hacia arriba y abajo de la escala respectivamente.

Otras naciones con altos niveles de creencia en los gobiernos locales son El Salvador (60,9), Venezuela (59,4) y México (58,4).

En el extremo opuesto del ranking sobresalen Haití, Perú, Trinidad & Tobago y Brasil, con promedios inferiores a 43 puntos.

Es interesante notar que los países federales de América Latina que obtienen los puntajes más altos, esto es México y Venezuela, constituyen ejemplos de “federalismos débiles” que conceden un bajo grado de autonomía fiscal y administrativa a los municipios.

Brasil, en cambio, es un caso de “federalismo robusto” con un notable nivel de municipalización administrativa y fiscal.

Sin embargo, apenas obtiene 44,6 puntos en la escala.

Así, contrariamente a las teorías que asocian una mayor descentralización con un reforzamiento del vínculo entre los ciudadanos y el gobierno local (y, por lo tanto, con una mayor confianza), la evidencia descriptiva nuevamente sugiere que esta relación es más compleja y tal vez dependa de la ocurrencia de otros factores.

26 Esta cifra ubica a las intendencias en el cuarto lugar entre las instituciones argentinas que cuentan con mayor nivel de confianza ciudadana.

Para detalles, ver el Gráfico 105 de este informe.

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Año 2002, a 19 años…del Holocausto.

4.3. Barrios, villas, asentamientos, loteos populares
      
En los años 80 se produjeron cambios importantes en la espacialización de la pobreza, tanto en la Capital como en los suburbios.

Por largo tiempo, el término "villas" había sido la forma de designar el problema de la pobreza, dando una lectura dual a toda la ciudad.

Sin embargo, hoy en día la pobreza no puede ser pensada más en términos de enclaves, sino más bien en términos de gradientes, como un fenómeno que se extiende y cruza las fronteras entre los barrios e incluso los islotes.

En la Capital, a partir de un trabajo cartográfico, los estudios de Torres (1993) revelan que si bien entre el censo de 1947 y el de 1980 se observa una mejoría más fuerte en la Capital que en la periferia, la situación cambia en el decenio de 1980.

Los barrios de pequeñas clases medias de un lado y otro de la Avenida Rivadavia se degradan visiblemente.

Las "villas miseria", cuyas poblaciones habían sido "deportadas" hacia la periferia lejana durante la última dictadura (1976-1983), se repueblan.

Los datos del último censo del 2001 muestran su densificación.

Los squatts se multiplicaron (alrededor de 150.000 personas) en los barrios centrales degradados y en el sur de la ciudad.

En el Conurbano, en la medida en que ni el sector privado ni el público toman en cuenta la alta demanda de tierra y de vivienda por parte de los sectores populares y de pequeñas clases medias empobrecidas (cada vez más a menudo desocupados), prosiguen las ocupaciones de tierra (asentamientos), como en todas las grandes ciudades latinoamericanas, por invasiones de terrenos vacantes, numerosos en el espacio de la periferia.

Fenómeno inédito en la Argentina, esta nueva forma de acceso a la tierra y a la vivienda se inscribe entre las dos figuras del hábitat popular: la villa y el "barrio".

El estudio de Merklen (2001) sobre las ocupaciones de tierra de La Matanza muestra que los ocupantes vienen de horizontes diferentes, de villas y de barrios de loteos pobres de los alrededores.

Son en la mayoría de los casos jóvenes en situación de inestabilidad y vulnerabilidad, que quieren entrar en la normalidad; no ser villeros.

El carácter estratégico y comunitario de las prácticas colectivas de los ocupantes revela una doble lógica, a la vez instrumental (obtener la tierra) y expresiva (el reconocimiento social).

La dinámica de la acción colectiva se centra en la construcción del barrio.

Esta estrategia se constituyó, después de veinte años, como una respuesta a las categorías populares de falta de trabajo, y para cubrir los vacíos dejados por las instituciones, dotando a los barrios de guarderías, dispensarios y comedores.

En la adversidad, el barrio es el principal lugar de retiro y de inscripción colectiva.

El movimiento piquetero hereda estas formas de organización.

Es hoy en día a partir de estos territorios donde se organiza la participación para cortar las rutas, y las negociaciones para obtener atribuciones en los planes sociales.

Quince años después de la ocupación se ve un progreso notable en la urbanización de estos asentamientos, a los que hasta hace poco nada o casi nada distinguía de los loteos pobres típicos que también buscan convertirse en un barrio.

Es en este "entre dos", en las antiguas zonas de loteos populares, entre los "territorios de la pobreza" o percibidos como tales, es decir en las villas y asentamientos y los barrios privados, donde se llevan a cabo los procesos de atomización disolvente que deshacen la ciudad.

4.4. Las lógicas de delimitación

Para las poblaciones empobrecidas, se trata de reafirmar las fronteras entre "ellos" y "nosotros" en situaciones de proximidad, que exacerban las diferencias y la necesidad de "distinción".

En las zonas de casitas modestas, el miedo a la exclusión acentúa las "lógicas de delimitación" (Villechaise, 1997).

Esto, porque el empobrecimiento y el desempleo rompen el esquema bipolar anterior: de un lado los asalariados y del otro los pobres asistidos, mientras que paradójicamente la relación compleja de situaciones de pobreza exacerba las diferencias.

Así, múltiples y nuevas fronteras atraviesan los espacios de la periferia, separando a los pobres de los menos pobres, los villeros de los habitantes de asentamientos, los propietarios de los no propietarios.

El destino incierto de los loteos pobres situados en las orillas de la ciudad entre barrio y villa, desencadena lo que se puede calificar como "síndrome de pequeños blancos" en los habitantes urbanos con respecto a los habitantes del campamento vecino, el cual se quiere delimitar a cualquier precio, poniendo fronteras visibles como en los barrios de la periferia norte.

Así, a 50 kilómetros del centro de la capital, en el ex-municipio de General Sarmiento, en Cuartel Dos, los vecinos instalaron una pequeña garita de seguridad cuidada por policías en retiro.

Luego, la tienda empezó a venderle a sus clientes tras barrotes y varias casas pusieron rejas en sus puertas y ventanas.

En cambio, los lazos de vecindad para llevar a cabo acciones colectivas son muy limitados, ya que la solidaridad de un barrio no puede funcionar sin mediaciones institucionales (salud, educación, servicios urbanos).

Pero son estas mediaciones que cada vez hacen más falta.


A la antigua división entre propietarios (barrios) y no propietarios (villas) se superponen múltiples fronteras en el seno de espacios muy a menudo considerados como homogéneos, como los asentamientos o villas.

Diferencias sutiles en la apariencia del barrio, las casas o el acceso a servicios son presentadas por los habitantes como signos de pertenencia o de exclusión.



Año 1986, a 3 años…del Holocausto; y faltan 2 años para la Interna 88, y 3 para la Gran Hambruna del 89.

En esta breve nota me gustaría evocar, de manera reflexiva, las investigaciones que emprendí hace más de 20 años en uno de los municipios del Conurbano bonaerense, Moreno.

Este primer terreno de investigación en la Argentina orientó mis reflexiones posteriores sobre el espacio metropolitano de Buenos Aires en tres dimensiones: los territorios de la pobreza, la territorialización de las políticas sociales y los procesos de fragmentación urbana.

En 1986, llegué por primera vez a la Argentina.

El retorno a la democracia permitió reanudar las relaciones de cooperación científica interrumpidas por los ocho años de dictadura.

En este contexto, me integré a un proyecto de investigación entre el CREDAL 1 –centro de investigación al cual pertenecía–, y el CEUR.2

El proyecto titulado “Urbanizaciones populares. Gestión de la Tierra y poder local en el
Gran Buenos Aires” tenía por objetivo analizar los cambios ocurridos en los modos de acceso a la tierra y la vivienda de las clases populares en los suburbios de Buenos Aires (Clichevsky, N., PrévôtSchapira M. F., Schneier G., 1991).

La crisis del modelo de loteo económico que había permitido, mal que bien, la integración de las clases populares a la ciudad, era el punto de partida de nuestra reflexión.

En efecto, las políticas del gobierno militar (1976-1983) habían marcado el fin de las operaciones de loteados económicos.

Tan es así que la nueva legislación provincial, –la ley 8912 “elitista y clasista”–, y la indexación del crédito generaron formas inéditas de acceso al suelo para las poblaciones empobrecidas: ocupaciones colectivas de tierra, loteados “piratas”, ocupaciones de parcelas individuales.

En el Gran Buenos Aires, la cuestión de la tierra y la vivienda estaba entonces en el corazón de las movilizaciones sociales y de la acción política.

Del archipiélago sindical mexicano al Conurbano Bonaerense

Por entonces, no conocía casi nada sobre la cuestión.

Geógrafa de formación, me había convertido en una “mexicanista” por haber realizado mi maestría de geografía y mi tesis de doctorado sobre las regiones petroleras del Golfo de México.

Esos estudios estuvieron inscriptos en el campo de una “geografía del poder” (Raffestin, 1980), es decir, una geografía que reivindica la existencia de lógicas espaciales de lo político a partir de las cuales se construye un modelo de lectura de la sociedad.

Es así que mostré cómo el poderoso sindicato de trabajadores petroleros mexicanos (STPRM) había construido “un territorio en archipiélago”, un territorio en islas, formado por las secciones sindicales entre las cuales circulan los flujos de trabajadores, de poder y de dinero.

Así equipada de herramientas y conceptos de una geografía social y política, me fui comprometiendo con el proyecto dirigido por dos arquitectas urbanas, Nora Clichevsky por el CEUR y G. Schneier por el CREDAL, ambos especialistas en cuestiones territoriales, particularmente del Conurbano.

Uno de los aspectos más singulares de mi encuentro con la gran ciudad argentina es haber conocido el Conurbano antes que la Capital.

De la estación de Once a Moreno, de Moreno a la estación de Once, mis dos primeras estadías estuvieron consagradas a un trabajo de campo intensivo, una suerte de fase de acumulación primitiva, donde yo tenía todo por aprender.3

En este sentido, Moreno fue para mí el territorio donde se ancló mi reflexión, una suerte de observatorio a partir del cual pude ver como con la lupa, durante todo el decenio de los años 90, los efectos devastadores de las políticas neoliberales en las zonas de urbanizaciones pobres (ni barrios, ni villas), “territorios sin calidad”, “situados en ninguna parte” retomando las palabras de un entrevistado, abandonados hace tiempo por los poderes públicos.

Luego de que el proyecto concluyera en 1988, retorné a menudo sobre mis pasos, durante los años 90, para reencontrarme con aquellos a quienes había conocido (dirigentes asociativos, líderes políticos, habitantes) y captar a partir de un conocimiento fino del lugar, los cambios que transformaron de manera violenta el espacio metropolitano. 4

Esta experiencia inversa, del Conurbano a la “ciudad centro”, me ha dado una percepción aguda de las evoluciones disonantes que la metrópolis de Buenos Aires ha conocido durante los años 90, y de la ampliación de la brecha que se profundizó entre la Ciudad Autónoma y los suburbios empobrecidos.

En esta metrópolis dividida, con una Capital dopada por las inversiones extranjeras, los suburbios aparecían como más lejanos, tomados por las mallas de una gestión asistencialista y clientelista (Prévôt-Schapira, 2005).

3 Debo decir que, para mi gran sorpresa, este aprendizaje fue facilitado por la gran disposición de los habitantes, políticos y dirigentes de barrios que debieron responder a mis preguntas.

Esto no había sido habitual en terrenos mexicanos, en particular, en las entrevistas con los protagonistas políticos.

4 En esta época me entrevisté a Alfredo Garay en el municipio de Florencio
Varela (1986) y Eduardo Reese en el municipio de Avellaneda (1987) con quienes guardé, desde entonces, vínculos de amistad y trabajo.

A ellos debo mucho.

………..

El objetivo de esta asamblea local era doble: luchar por una vida más digna y más segura, –la primera realización fue la construcción de una comisaría– y constituirse en interlocutor “legítimo” del poder municipal.

El compromiso con los barrios, en un momento donde la filiación sindical estaba en franca decadencia, fue un dispositivo erigido por la Renovación como un modelo a seguir para favorecer la gestión participativa en las “zonas carenciadas”, término que entonces se había impuesto en los primeros años de la democracia.

En una concepción “etnográfica del territorio” para retomar la fórmula de D. Béhar y P. Estèbe, “cada territorio se convierte en una concesión de algún modo experimental” que puede permitir a largo plazo un cambio global.

Este enfoque partía del presupuesto que la proximidad social y geográfica constituía un factor poderoso de incentivo a la acción y de solidaridad.

Yo misma era muy sensible a este “fervor participativo” de los primeros años de democracia.

Sin embargo, es preciso tener en cuenta el contexto de los fines de los años 80, en el cual la hiperinflación dio lugar a la subida vertiginosa de los precios y de la pobreza.


Moreno. Acto II. Los saqueos

Dos años más tarde, Moreno y muy especialmente la zona de Cuartel V, fue uno de los puntos neurálgicos de los saqueos de mayo de 1989.

Los episodios de violencia más graves estallaron en la zona de San Miguel Oeste, en los confines de los municipios de General Sarmiento y Moreno a lo largo de la ruta 23, donde se había desarrollado, a los bordes de la ciudad, todo un corredor de miseria.

El miedo de ver converger hacia el centro a los agitadores, a los pobres, provocó un verdadero pánico en la Capital.

Pero los saqueos permanecieron circunscriptos a los territorios cotidianos de la pobreza, recorridos, desde el inicio de las revueltas por un “rumor” que enfrentaba los barrios pobres unos contra otros.

De vuelta en Moreno, en los primeros días de julio de 1989, recorrí las zonas devastadas con una delegación del Gobierno de la provincia de Buenos Aires conducida por R. Roma y L. Brunati, llegada para organizar la ayuda alimentaria.

En los barrios más pobres, las poblaciones inmovilizadas al margen de la ciudad, y sin recursos, se agrupaban alrededor de las ollas populares organizadas por iniciativa del municipio y de las organizaciones caritativas.

Se habían instalado algunos comedores en las escuelas, en los locales partidarios y en las parroquias.

En Cuartel V también se había colocado una bandera argentina “para salvar la familia, el barrio y también la nación” porque los habitantes tenían el sentimiento que todo se derrumbaba, incluso el país.14

El entusiasmo de los primeros años de la Democracia había dado paso a la amargura y al desencanto.

Un clima de tensiones y desconfianza reinaba entre los barrios.

Lo que se presentaba como un verdadero “cataclismo” en el discurso político, sin que se buscara explicar las causas, había enfrentado a los barrios unos contra otros.

“La gente del barrio no quiere reconocer su historia y su pasado.

Ayer estaban todavía en la oscuridad y el barro.

Hoy, se oponen a que la Cooperativa organice una olla popular para los pobres del asentamiento vecino de San Ambrosio.

Y los habitantes vigilan armados la Cooperativa’’. 15

Motivada fuertemente por Ricardo Sidicaro, a quien describía por entonces el espectáculo de desolación que veía día a día, me lancé, en caliente, a la redacción de un artículo que tuvo el merito de la anterioridad (Prévôt-Schapira, 1990).

Ya que, paradójicamente, se escribieron pocas cosas sobre los saqueos de 1989.

Estos episodios fueron cubiertos por un manto de silencio.

Recién después de los saqueos de 2001, los estudios comenzaron a mirar retrospectivamente los acontecimientos de 1989 (Auyero, 2007) y se reconstruyó la situación política y social que encendió los saqueos en el cruce de Castelar.






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