viernes, 22 de junio de 2012

Impertinencia Ideológica 4





...continuación...


En un artículo comparando a la Inglaterra de 1885 con la de 1845, escrito seis años después, Engels no hizo ningún esfuerzo por esconder el desdén que le tenía al papel conservador de los sindicatos.

Al formar una aristocracia dentro de la clase obrera misma, cultivaban las relaciones más amistosas con los patronos y así se aseguraban puestos muy cómodos para sí mismos.

Con sarcasmo mordaz, Engels escribió que los sindicalistas “hoy día son gente amabilísima con quien negociar, sobre todo para cualquier capitalista sensato en particular y para toda la clase capitalista en general”. [12]

En verdad, los sindicatos habían ignorado casi por completo a capas amplias de la clase obrera, “para quienes el estado de miseria y la falta de seguridad en que actualmente viven es tan horrible como siempre, o aún peor.

El distrito de la zona este de Londres es un pantano de expansión continua donde de la miseria y desolación se estancan.

La inanición reina cuando no hay trabajo, y la degradación física y moral impera cuando lo hay”. [13]

Hacia finales de los 1880, el desarrollo de un nuevo movimiento sindicalista militante entre los sectores más explotados de la clase obrera hizo renacer las esperanzas de Engels.

Los socialistas, inclusive Eleanor Marx, participaron activamente en este movimiento. Engels reaccionó a este acontecimiento con entusiasmo y con gran satisfacción notó que

“Estos sindicatos nuevos, que se constituyen de hombres y mujeres sin habilidades especializadas, son totalmente diferentes a las antiguas organizaciones de la aristocracia obrera y no pueden adoptar las mismas costumbres conservadoras...

Y se han organizado bajo circunstancias muy diferentes.

Todos los dirigentes, hombres y mujeres, son socialistas.

Y los agitadores también lo son.

En ellos veo el verdadero principio del movimiento aquí”. [14]

Pero las esperanzas de Engels no se cumplieron.

No transcurrió mucho tiempo antes que los “nuevos” sindicatos comenzaran a exhibir las mismas tendencias conservadoras que los viejos.

Esta fue de las primeras verificaciones del concepto teórico que hoy consideramos crítico al análisis de los sindicatos; es decir, que la posición y la condición social de sectores determinados de trabajadores organizados en los sindicatos no determinan el carácter esencial de estas organizaciones.

Lo más que se puede decir de estos factores es que sólo influyen ciertos aspectos secundarios de la política sindicalista, haciendo algunos sindicatos más o menos militantes que otros.

Pero a fin de cuentas, la forma sindicalista, cuya estructura mana de—y está incrustada en—las relaciones sociales y de producción capitalistas (y debemos añadir, los límites impuestos por el estado-nación), ejerce la influencia decisiva que determina la orientación de su “contenido”: una asociación de obreros.


El Partido Socialdemócrata alemán (PSD) y los sindicatos


En el continente europeo, Alemania en particular, ya se aprendían lecciones teóricas de estas primeras experiencias con el sindicalismo.

Los socialistas alemanes consideraban que los sindicatos ingleses no eran los precursores del socialismo, sino la expresión del dominio político e ideológico de la burguesía sobre la clase obrera.

Esta actitud crítica no fue sólo consecuencia del aprendizaje teórico; reflejaba también una relación muy diferente de fuerzas—dentro del movimiento obrero—entre el partido político marxista y los sindicatos.

En Alemania, había sido el Partido socialdemócrata que le había dado el ímpetu al desarrollo del movimiento obrero de masas, no los sindicatos.

El partido había tenido gran éxito al establecer su autoridad política como dirigencia de la clase obrera durante el período de las leyes antisocialistas de Bismarck entre 1878 y 1890.

Fue consecuencia de la iniciativa del PSD que los llamados sindicatos “libres” se establecieron, principalmente para servir de agencias reclutadoras del movimiento socialista.

Con la asistencia de PSD, del cual obtuvieron cuadros dirigentes y aprendieron lecciones políticas, los sindicatos comenzaron a extender su influencia durante los 1890.

Pero los efectos duraderos de la prolongada depresión industrial mantuvieron bajo el número de socios.

Para finales de 1893, la proporción entre los votantes socialdemócratas y los miembros sindicalistas era de ocho (8) a uno (1).

Aún así, hubo cierta consternación dentro del PSD que los sindicatos podrían tratar de competir con el partido para ganar mayor influencia sobre la clase obrera.

Los sindicatos negaron esto rotundamente, pero el dirigente sindicalista Carl Liegen, en el Congreso del partido de 1893 efectuado en Colonia, los definió como “agencias reclutadoras del partido”.

Sin embargo, al terminar la depresión industrial en 1895, los sindicatos alemanes comenzaron a crecer rápidamente; la relación de fuerzas cambiaba y hacía aumentar las tensiones entre el partido y los sindicatos.

Para 1900, la el número de miembros de los sindicatos había alcanzado los 600,000.

Cuatro años después, llegaba al millón.

Esto fue acompañado por una caída en la proporción entre votantes y miembros sindicales, haciendo que aumentara significativamente.

Aunque los mismos dirigentes sindicalistas rehusaron darle apoyo político a Bernstein cuando éste desplegó la bandera del revisionismo por primera vez, ya círculos del partido por lo general sabían que sus teorías sólo acabarían por reorientar el movimiento socialista alemán hacia el modelo inglés, en el cual los sindicatos reformistas reemplazarían al partido revolucionario como núcleo del movimiento obrero.

Al oponerse a Bernstein, los teóricos principales de la Social-Democracia se fijaron muy bien en los esfuerzos de éste por pintar a los sindicatos como baluartes indispensables del movimiento socialista.

Fue Rosa Luxemburg, claro, la que tomó las riendas del contraataque.

Su obra de mayor importancia referente a éste fue Reforma o Revolución.

Esta obra hizo trizas del argumento de Bernstein que las acciones de los sindicatos efectivamente contrarrestaban los mecanismos explotadores del capitalismo y conducirían, aunque gradualmente, a la socialización de la sociedad.

Luxemburg insistió que esto era completamente falso: el sindicalismo no conducía a la abolición de la explotación clasista; al contrario, buscaba asegurar que el proletariado, limitado por la estructura explotadora del capitalismo, recibiera, a través de salarios, el mejor precio que el mercado permitiera.

De cualquier manera, las fluctuaciones del mercado y la dinámica general de la expansión capitalista restringían los esfuerzos de los sindicatos.

La sociedad capitalista, advirtió Luxemburg, no iba rumbo “hacia una época del progreso victorioso de los sindicatos, sino hacia tiempos en que las privaciones de los sindicatos aumentarían”.

Es decir, no obstante conquistas pasajeras, si la misión de los sindicatos permanecía arraigada dentro de las pautas dictadas por el sistema capitalista, éstos siempre se encontrarían cumpliendo “la labor de Sísifo.”

Los dirigentes sindicalistas nunca le perdonaron a Luxemburg que se valiera de esta metáfora con alas.

Era crítica desvastadoramente apta y presciente de las actividades de los sindicatos.

Este resumen no es del todo justo al análisis de Luxemburg sobre las causas objetivas que de la incapacidad de los sindicatos de lograr más que una mitigación—y sólo temporal—de la explotación de la clase obrera bajo el capitalismo.

Quiero referirme a otro aspecto de la crítica contra Bernstein muy pertinente para hoy día: la negativa de Luxemburg en aceptar que la práctica de los sindicatos tiene contenido socialista innato o implícito, o que las acciones de los mismos sean esenciales a la victoria de la causa socialista.

Luxemburg nunca negó que los sindicatos, siempre que fueran dirigidos por los socialistas, podrían rendir un servicio clave para el movimiento revolucionario.

En verdad, ella esperaba que su crítica le abriera el paso para colaborar hacia esos fines.

(Que este objetivo podía lograrse, como ya veremos, es otro asunto.)

Pero también advirtió contra toda ilusión acerca de que tendencias orgánicamente socialistas existían en el sindicalismo tal como éste aparecía.

Escribió Luxemburg:

“Son precisamente los sindicatos ingleses, como representantes clásicos de la mentalidad estrecha recta y satisfecha de sí misma, que comprueban que el sindicalismo, por sí solo, carece de todo fondo socialista.

A decir la verdad, bajo ciertas circunstancias, éste puede hasta llegar a ser obstáculo contra la expansión de la concienciación socialista, tanto como la conciencia socialista puede ser obstáculo al éxito puramente sindicalista”.

Este trozo sigue siendo un reproche magnífico a todos los que se adaptan servilmente a los sindicatos y a sus burocracias; a los que no pueden concebir un movimiento obrero sin magnífico forma sindicalista.

Pero como Luxemburg claramente afirma, entre el sindicalismo y el socialismo no existe ningún vínculo orgánico o inquebrantable.

Los dos no viajan, por naturaleza, sobre trayectorias paralelas hacia un destino común.

Al contrario; según Luxemburg, el sindicalismo, por su propia índole, “es carente de todo contenido socialista” y le pone límites al progreso de la concienciación socialista.

Además, los principios políticos de los socialistas, cuyas actividades obligatoriamente se basan en los intereses históricos de la clase obrera, son contrarios a los objetivos prácticos de los sindicatos.

En Inglaterra, los sindicatos evolucionaron sobre las ruinas del Cartismo e independientemente del movimiento socialista.

Los sindicatos alemanes, por otra parte, nacieron bajo la tutela del movimiento socialista.

Sus dirigentes habían asiduamente estudiado a Marx y Engels.

Sin embargo, los sindicatos alemanes, en su esencia, no estaban más consagrados al socialismo que sus contrapartes ingleses.

Al comenzar el nuevo siglo, con el ingreso de cientos de miles de miembros nuevos, los sindicatos adquirieron confianza nueva y empezaron a mostrarse incómodos con la influencia y la subordinación del sindicalismo a los objetivos políticos del partido.

Una plataforma nueva expresó esta inquietud: la neutralidad política.

Cierto sector creciente de dirigentes sindicalistas comenzó a sostener que no había razón por qué sus organizaciones le debían lealtad especial a las campañas políticas del PSD.

Según los argumentos, era verídico que el dominio del PSD le costaba a los sindicatos la posibilidad de atraer obreros desinteresados u opuestos a la causa socialista.

Entre los representantes principales de esta tendencia se encontraba Otto Hué, quien insistió que los sindicatos sólo podían servir los “intereses profesionales [no clasistas]” de sus miembros si se adoptaba una política neutral.

Hué escribió:

“Bajo condiciones de neutralidad sindicalista, los dirigentes sindicalistas son y deben ser indiferentes respecto a la política de los trabajadores”.

Entre 1900 y 1905, las tensiones entre el partido y los sindicatos escalaron.

Los dirigentes sindicalistas, en sus papeles de delegados a los congresos del PSD, continuaron votando a favor de la ortodoxia socialista.

Los desarrollos objetivos todavía no habían llegado a tal punto que la lucha teórica contra el revisionismo se había puesto en práctica.

Los sucesos de 1905 lo cambiaron todo en el interior y el exterior de Alemania.

Ante todo, la revolución que estalló por toda Rusia tuvo un impacto tremendo sobre la clase obrera alemana.

Los trabajadores siguieron con interés intenso el reportaje de la prensa socialista acerca de la lucha revolucionaria.

Los acontecimientos rusos, por otra parte, coincidieron con, e inspiraron a, la erupción de huelgas dolorosas por toda Alemania, sobretodo entre los mineros del Ruhr.

A pesar de su militancia, los huelguistas se toparon con la resistencia rígida e inflexible de los patronos de las minas.

La intransigencia de los dueños cogió a los sindicatos de sorpresa y éstos no pudieron reaccionar con eficiencia.

Las huelgas se suspendieron, estremeciendo la confianza de los obreros en la perspicacia de las tácticas sindicalistas tradicionales.

En esta nueva situación, Luxemburg, con el apoyo de Kautsky, arguyó que los acontecimientos en Rusia eran de significado para toda Europa y que le habían revelado a los trabajadores alemanes una forma nueva de la lucha de masas: la huelga política.

La idea de una huelga política de masas encontró apoyo popular en la clase obrera.

Pero los líderes sindicalistas se horrorizaron con las implicaciones de la lógica de Luxemburg.

Según el pensar de éstos, si los trabajadores ponían en práctica las teorías de Luxemburg, los sindicatos se verían atrapados en “aventuras revolucionarias” insignificantes.

Las huelgas de masas costarían una enorme cantidad de dinero y podrían llegar a vaciar las cuentas bancarias y las reservas líquidas de las cuales los dirigentes estaban orgullosísimos.

Para prevenir semejante catástrofe, los dirigentes sindicalistas decidieron lanzar una huelga anticipadora contra Luxemburg y los otros radicales del PSD.

En el congreso de los sindicatos celebrado en Colonia en 1905, se estableció una comisión única para producir una resolución que definiera la actitud de los sindicatos en cuanto al problema de la huelga de masas.

Theodore Bömelburg, vocero de la comisión, declaró:

“Para que nuestras organizaciones progresen tiene que haber paz en el movimiento obrero.

Tenemos que hacer desaparecer el debate acerca de la huelga de masas, y que las soluciones [de los problemas] del futuro permanezcan flexibles hasta que aparezca el momento oportuno”. [15]

En lo que fue una declaración de guerra contra los izquierdistas del PSD, el congreso adoptó una resolución que prohibió todo debate interno en los sindicatos acerca de la huelga política.

Esta le advertía a los obreros:

“No permitan que la acogida y diseminación de tales ideas los distraiga de los deberes diarios para fortalecer las organizaciones obreras”. [16]

La rebelión de los dirigentes sindicalistas contra el partido causó un terremoto en el PSD.

Kautsky declaró que el congreso había revelado que los sindicatos se habían enajenado profundamente del partido.

Notó con ironía que le parecía absurdo que durante el año “más revolucionario de toda la historia” los sindicatos proclamaran “su deseo por la paz y la tranquilidad”.

Para Kautsky era evidente que los dirigentes se preocupaban más por las cuentas bancarias de la organización que por “la calidad moral de las masas”.

El odio de los dirigentes hacia la izquierda del PSD alcanzó dimensiones patológicas.

Rosa Luxemburg en particular se convirtió en el blanco perenne de los insultos vitriólicos.

Otto Hué, redactor del diario de los mineros, le urgió a todos los que tuvieran exceso de energía revolucionaria que se largaran a Rusia “en vez de fomentar debates sobre la huelga general desde sus residencias de verano”.

Los ataques contra Luxemburg se intensificaron, aun cuando ella languidecía en una cárcel polaca después de haber sido arrestada por actividades revolucionarias.

Harto de los ataques personales feroces contra Luxemburg, Kautsky vigorosamente criticó la persecución de “una dirigente de la lucha de clases proletaria”.

Escribió que no era Luxemburg la que ponía en peligro las relaciones entre el partido y los sindicatos, sino los funcionarios sindicalistas, que sentían “un odio primitivo por todo grupo dentro del movimiento obrero que adopta cualquier objetivo más ambicioso que el aumento salarial de cinco centavos la hora”.

Durante cierto período, los dirigentes del PSD lanzaron un contraataque a los funcionarios sindicalistas, pero de la manera más cautelosa posible.

En el congreso del partido que se llevó a cabo en Jena en Septiembre, 1905, Bebel introdujo una resolución llena de astucia literaria que reconocía la validez de la huelga política de masas, pero sólo como arma defensiva.

A cambio, los sindicatos aceptaron la formula de Bebel, pero sólo por un breve período.

En el congreso del partido en Mannheim en Septiembre, 1906, los sindicatos le exigieron al PSD que adoptara una resolución que establecería el principio de la “igualdad” entre los sindicatos y el partido, lo cual consiguieron.

Esto significaba que, referente a cualquier asunto que directamente afectara a los sindicatos, el partido tenía que adoptar una postura aceptable a ellos.

Haciéndole caso omiso a objeciones estrenuas, los dirigentes del partido colaboraron con los funcionarios sindicalistas y burocráticamente cancelaron el debate e hicieron que la resolución se adoptara a la fuerza.

Desde ese momento en adelante, la comisión general de los sindicatos rigió al PSD.

Notó Luxemburg que ahora la relación entre los sindicatos y el partido se parecía al cuento de la esposa campesina regañona, quien le aconsejó a su esposo:

“Cuando tengamos problemas, usaremos el siguiente sistema:

Cuando estemos de acuerdo, tú decides.

Cuando no estemos de acuerdo, yo decido”.

...continuara...

No hay comentarios.: