… Bataraza, digo
Revolución de Mayo fundó su legitimidad en "la autoridad del pueblo" y este latiguillo se reiteró en los primeros años del proceso emancipador. Pero, ¿qué pueblo confería la autoridad? ¿Y cómo?
Tanto en 1810 como en los años siguientes, la elección de los representantes a cuerpos colegiados como la Junta Grande, la Asamblea del año XIII o el Congreso de Tucumán se hacía en cada ciudad reuniendo a los vecinos que constituían la llamada "parte más sana y principal", es decir los residentes afincados, españoles y criollos, con casa puesta y oficio honorable. Excluidos quedaban negros, indios y mulatos, así como los practicantes de oficios manuales.
Pero el contenido sustancialmente democrático de la revolución no podía tardar en revelarse a través del tumultuoso proceso que siguió. Así, en 1821, las provincias de Córdoba y de Buenos Aires sancionan sendas leyes que amplían el cuerpo electoral. En Córdoba se permite elegir para ciertos cargos a quienes fueran nietos de negros libres y en Buenos Aires, ciudad y campaña, aun los dependientes a sueldo y los peones podían ser electores. Fue precisamente en Buenos Aires donde se hicieron las primeras experiencias electorales, a lo largo de la década de 1820. Por cierto, no fueron ejemplares, porque cada acto comicial venía envuelto en alborotos, violencias e intimidaciones. Pero al menos significaban un comienzo, la puesta en marcha de un sistema electoral que era imprescindible para dar legitimidad al poder. Hay testimonios de jefes militares que pretendieron hacer votar en masse a sus regimientos, o de Dorrego haciendo proselitismo "vestido de manolo", es decir, de compadrito: eran los primeros pasos de usos que también en otros países se presentaban como imperfectos, tal en Francia donde, contemporáneamente, sólo podían votar los propietarios de inmuebles o en los Estados Unidos, donde los trucos y picardías eran corrientes.
La ley electoral porteña, sin embargo, tuvo vigencia durante casi medio siglo. Establecía que el domingo anterior al de la elección una junta electoral designada por vecinos registraría a los que deseaban votar; el día de los comicios, cada cual se presentaba y manifestaba verbalmente su voluntad. A las cuatro de la tarde, se cerraban los comicios y se hacía el escrutinio.
Esta suerte de "voto cantado", la inexistencia de documentos de identidad y la fragilidad de los registros cívicos daban oportunidad a toda clase de matufias.
En la época de Rosas no hubo elecciones: el gobierno enviaba a los jueces de campaña y a los alcaldes de barrios de la ciudad la lista de los candidatos gratos, se juntaban algunos vecinos, labraban un acta y el asunto concluía así. Nadie lamentó la cancelación de las elecciones: habían dejado demasiados malos recuerdos.
Después de Caseros, las jornadas electorales se tornaron arduas y violentas. De entonces nació la costumbre, prolongada muchos años, de cerrar a cal y canto las casas de familia en los días de elecciones. Todos los políticos importantes de la época se involucraron en maniobras condenables.
Sarmiento se jactaba en 1857 de haber sembrado el terror entre lo urquicistas porteños para ahuyentarlos de los atrios. Avellaneda escribía en 1874 a un juez federal de La Rioja instándolo a que fraguara las actas. Héctor Varela, el pintoresco director de La Tribuna, preguntaba en plena Cámara de Diputados, con admirable desfachatez: "¿Hay alguno que ignore que en todos los registros figuran los nombres que se ponían en 1852 y que Serapio Ludo y Felipe Lotas han de aparecer votando?".
Poco antes decía en su diario, refiriéndose a una elección reciente, que "ese día yo encabezaba unos sesenta buenos muchachos, y votamos en nueve parroquias!" Las elecciones de 1874 fueron tal vez las más irregulares: hubo actas que llegaron al congreso manchadas y se tuvo que fabricar un escrutinio adjudicando arbitrariamente los sufragios a autonomistas y mitristas. Con razón afirmaba Juan María Gutiérrez en esos años: "La elección libre es una ironía sangrienta en toda la República".
A partir de 1880, cuando Roca crea un sistema de sumisiones políticas casi invulnerable, los ardores de las luchas electorales se fueron enfriando. El Régimen logró hacer de los comicios un formalismo sin el menor contenido, salvo en el breve interregno de la aparición del radicalismo, cuando esta fuerza obtuvo algunos triunfos como el que permitió elegir a Alem como senador por la Capital Federal. Después, el sistema perfeccionó sus mecanismos: votaba un ínfimo porcentaje de la ciudadanía y el resultado lo decidían los caudillejos parroquiales, como aquel célebre Cayetano Ganghi, que en la década de 1900 se jactaba de hacer y deshacer carreras políticas con votos comprados. El mismo Roca se horrorizó cuando en 1908 tuvo que integrar una mesa electoral y comprobó personalmente el nivel de corrupción existente.
Todo empezó a cambiar con Sáenz Peña, que resolvió blanquear el sistema electoral en 1912 con la instauración del voto secreto, universal, obligatorio y garantido. Desde entonces, con algunas escasas excepciones, el sufragio se emitió libre y pacíficamente, amparado por un padrón permanente levantado por la autoridad militar y certificado con la libreta de enrolamiento emitida por la Justicia. Y la gente se acostumbró a asistir a los comicios, afianzando así la vigencia de la democracia.
Pero todavía hubo de vivirse un grave retroceso. Después de la revolución de 1930, los gobiernos conservadores no encontraron otra manera de mantenerse en el poder que a través del fraude, la violencia -con varios muertos-, la expulsión de fiscales opositores, los cambios de urnas, la falsificación. En provincias como Buenos Aires, Santa Fe, Mendoza y otras se regresó a las peores prácticas de violencia, en Corrientes se inventó el "voto transeúnte", en La Rioja el "voto optativo" y en varias más, el "voto cantado". Pero ahora estas irregularidades no eran causadas por los desbordes partidarios, como en el siglo pasado, sino organizadas desembozadamente por los oficialismos tanto locales como nacionales.
En pleno Congreso se llegó a celebrar el "fraude patriótico" y un legislador bonaerense se envaneció de ser "el diputado más fraudulento del país". La reiteración de estas falsificaciones y agresiones desalentó a la ciudadanía, contaminó toda la vida política e hizo de la democracia una farsa. Crecieron en la sociedad las tendencias autoritarias y nadie derramó una lágrima cuando el gobierno del presidente Castillo, autor y justificador de groseros fraudes, fue derrocado en 1943.
Sólo el
Mañana votaremos libremente y el escrutinio será claro y casi instantáneo. Será una elección más pero, compatriotas, ¡qué largo y arduo camino hubo de recorrerse para llegar a las urnas!
Felix Luna La Nacion
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