El más conspicuo de todos, el más extraordinario, es el rastreador.
Todos los gauchos del interior son rastreadores.
En llanuras tan dilatadas, en donde las senda y caminos se cruzan en todas direcciones, y los campos en que pacen o transitan las bestias son abiertos, es preciso saber seguir las huellas de un animal y distinguirlas de entre mil, conocer si va despacio o ligero, suelto o tirado, cargado o de vacío: esta es una ciencia casera y popular.
Una vez caía yo de un camino de encrucijada al de Buenos Aires, y el peón que me conducía echó, como de costumbre, la vista al suelo:
"Aquí va -dijo luego- una mulita mora muy buena . . .; ésta es la tropa de don N. Zapata . . ., es de muy buena silla . . ., va ensillada . . ., ha pasado ayer . . .".
Este hombre venía de
Pues esto, que parece increíble, es, con todo, la ciencia vulgar; ¿éste era un peón de árrea, y no un rastreador de profesión.
El rastreador es un personaje grave, circunspecto, cuyas aseveraciones hacen fe en los tribunales inferiores.
La conciencia del saber que posee le da cierta dignidad reservada y misteriosa.
Todos le tratan con consideración: el pobre, porque puede hacerle mal, calumniándolo o denunciándolo; el propietario, porque su testimonio puede fallarle.
Un robo se ha ejecutado durante la noche: no bien se nota, corren a buscar una pisada del ladrón, y encontrada, se cubre con algo para que el viento no la disipe.
Se llama enseguida al rastreador, que ve el rastro y lo sigue sin mirar, sino de tarde en tarde, el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esta pisada, que para otro es imperceptible.
Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en una casa y, señalando un hombre que encuentra, dice fríamente:
"¡Este es!"
El delito está probado, y raro es el delincuente que resiste a esta acusación.
Para él, más que para el juez, la deposición del rastreador es la evidencia misma: negarla sería ridículo, absurdo.
Se somete, pues, a este testigo, que considera como el dedo de Dios que lo señala.
Yo mismo he conocido a Calíbar, que ha ejercido, en una provincia, su oficio, durante cuarenta años consecutivos.
Tiene, ahora, cerca de ochenta años: encorvado por la edad, conserva, sin embargo, un aspecto venerable y lleno de dignidad.
Cuando le hablan de su reputación fabulosa, contesta:
"Ya no valgo nada; ahí están los niños".
Los niños son sus hijos, que han aprendido en la escuela de tan famoso maestro.
Se cuenta de él, que durante un viaje a Buenos Aires le robaron una vez, su montura de gala.
Su mujer tapó el rastro con una artesa.
Dos meses después, Calíbar regresó, vio el rastro, ya borrado e inapercibible para otros ojos, y no se habló más del caso.
Año y medio después, Calíbar marchaba cabizbajo por una calle de los suburbios, entra a una casa y encuentra su montura, ennegrecida ya y casi inutilizada por el uso.
¡Había encontrado el rastro de su raptor, después de dos años!
El año 1830, un reo condenado a muerte se había escapado de la cárcel.
Calíbar fue encargado de buscarlo.
El infeliz, previendo que sería rastreado, había tomado todas las precauciones que la imagen del cadalso le sugirió.
¡Precauciones inútiles!
Acaso sólo sirvieron para perderle, porque comprometido Calíbar en su reputación, el amor propio ofendido le hizo desempeñar con calor, una tarea que perdía a un hombre, pero que probaba su maravillosa vista.
El prófugo aprovechaba todos los accidentes del suelo para no dejar huellas; cuadras enteras había marchado pisando con la punta del pie; trepábase en seguida a las murallas bajas, cruzaba un sitio y volvía para atrás; Calíbar lo seguía sin perder la pista.
Si le sucedía momentáneamente extraviarse, al hallarla de nuevo, exclamaba:
"¡Dónde te mi as dir!".
Al fin llegó a una acequia de agua, en los suburbios, cuya corriente había seguido aquél para burlar al rastreador. . .
¡Inútil! Calíbar iba por las orillas sin inquietud, sin vacilar.
Al fin se detiene, examina unas yerbas y dice:
"Por aquí ha salido; no hay rastro, pero estas gotas de agua en los pastos lo indican".
Entra en una viña: Calíbar reconoció las tapias que la rodeaban, y dijo:
"Adentro está".
La partida de soldados se cansó de buscar, y volvió a dar cuenta de la inutilidad de las pesquisas.
"No ha salido" fue la breve respuesta que sin moverse, sin proceder a nuevo examen, dio el rastreador.
No había salido, en efecto, y al día siguiente fue ejecutado.
En 1830, algunos presos políticos intentaban una evasión: todo estaba preparado, los auxiliares de afuera prevenidos; en el momento de efectuarla, uno dijo:
"¿Y Calíbar?"
-¡Cierto! -contestaron los otros anonadados, aterrados-.
"¡Calíbar!"
Sus familias pudieron conseguir de Calíbar que estuviese enfermo cuatro días contados desde la evasión, y así pudo efectuarse sin inconveniente.
¿Qué misterio es éste del rastreador?
¿Qué poder microscópico se desenvuelve en el órgano de la vista de estos hombres?
¡Cuan sublime criatura es la que Dios hizo a su imagen y semejanza!
Después del rastreador, viene el baqueano, personaje eminente y que tiene en sus manos la suerte de los particulares y de las provincias.
El baqueano es un gaucho grave y reservado, que conoce a palmos, veinte mil leguas cuadradas de llanuras, bosques y montañas.
Es el topógrafo más completo, es el único mapa que lleva un general para dirigir los movimientos de su campaña.
El baqueano va siempre a su lado.
Modesto y reservado como una tapia, está en todos los secretos de la campaña; la suerte del ejército, el éxito de una batalla, la conquista de una provincia, todo depende de él.
El baqueano es casi siempre fiel a su deber; pero no siempre el general tiene en él plena confianza.
Imaginaos la posición de un jefe condenado a llevar un traidor a su lado y a pedirle los conocimientos indispensables para triunfar.
Un baqueano encuentra una sendita que hace cruz con el camino que lleva: él sabe a qué aguada remota conduce; si encuentra mil, y esto sucede en un espacio de cien leguas, él las conoce todas, sabe de dónde vienen y adónde van.
Él sabe el vado oculto que tiene un río, más arriba o más abajo del paso ordinario y esto en cien ríos o arroyos; él conoce en los ciénagos, extensos, un sendero por donde pueden ser atravesados sin inconvenientes, y esto en cien ciénagos distintos.
En lo más oscuro de la noche en medio de los bosques o en las llanuras sin limites, perdidos sus compañeros, extraviados, da una vuelta en circulo de ellos, observa los árboles; si no los hay se desmonta se inclina a tierra, examina algunos matorrales y se orienta de la altura en que se halla, monta en seguida y les dice para asegurarlos:
"Estamos en dereceras de tal lugar, a tantas leguas de las habitaciones; el camino ha de ir al Sur" y se dirige hacia el rumbo que señala, tranquilo, sin prisa de encontrarlo y sin responder a las objeciones que el temor o la fascinación sugiere a los otros.
Si aun esto no basta, o si se encuentra en la pampa y la oscuridad es impenetrable, entonces arranca pastos de varios puntos huele la raíz y la tierra, las masca y, después de repetir este procedimiento varias veces, se cerciora de la proximidad de algún lago, o arroyo salado, o de agua dulce, y sale en su busca para orientarse fijamente.
El general Rosas, dicen, conoce, por el gusto, el pasto de cada estancia del sur de Buenos Aires.
Si el baqueano lo es de la pampa, donde no hay caminos para atravesarla, y un pasajero le pide que lo lleve directamente a un paraje distante cincuenta leguas, el baqueano se para un momento, reconoce el horizonte, examina el suelo, clava la vista en un punto y se echa a galopar con la rectitud de una flecha, hasta que cambia de rumbo por motivos que sólo él sabe, y, galopando día y noche, llega al lugar designado.
El baqueano anuncia también la proximidad del enemigo, esto es, diez leguas, y el rumbo por donde se acerca, por medio del movimiento de los avestruces, de los gamos y guanacos que huyen en cierta dirección.
Cuando se aproxima observa los polvos y por su espesor cuenta la fuerza:
"Son dos mil hombres" -dice-, "quinientos", "doscientos", y el jefe obra bajo este dato, que casi siempre es infalible
Si los cóndores y cuervos revolotean en un círculo del cielo, él sabrá decir si hay gente escondida, o es un campamento recién abandonado, o un simple animal muerto.
El baqueano conoce la distancia que hay de un lugar a otro; los días y las horas necesarias para llegar a él, y a más, una senda extraviada e ignorada, por donde se puede llegar de sorpresa y en la mitad del tiempo así es que las partidas de montoneras emprenden sorpresas sobre pueblos que están a cincuenta leguas de distancia que casi siempre las aciertan.
¿Creeráse exagerado?
¡No!
El general Rivera, de
No la hubieran ocupado los brasileros sin su auxilio; no la hubieran libertado, sin él, los argentinos.
Oribe, apoyado por Rosas, sucumbió después de tres años de lucha con el general baqueano, y todo el poder de Buenos Aires hoy, con sus numerosos ejércitos que cubren toda la campaña del Uruguay, puede desaparecer, destruido a pedazos, por una sorpresa hoy, por una fuerza cortada mañana, por una victoria que él sabrá convertir en su provecho, por el conocimiento de algún caminito que cae a retaguardia del enemigo, o por otro accidente inapercibido o insignificante.
El general Rivera principió sus estudios del terreno el año de 1804: y haciendo la guerra a las autoridades, entonces, como contrabandista; a los contrabandistas, después, como empleado; al rey, en seguida, como patriota; a los patriotas, más tarde, como montonero; a los argentinos, como jefe brasilero; a éstos, como general argentino; a Lavalleja, como Presidente; al Presidente Oribe, como jefe proscripto; a Rosas, en fin, aliado de Oribe, como general oriental, ha tenido sobrado tiempo para aprender un poco de la ciencia del baqueano.
3 comentarios:
Maravilloso y clásico texto y Rivera, por cierto, todo un rioplatense.
Sr. U
A pesar de ser un libelo, es un gran libro Facundo; los enfrentamientos entre el riojano y el Manco son un pequeño manual de estrategia militar.
Si Paz no hubiera caido prisonero en el Tio, flor de dilema con Quiroga atacando Cordoba desde Cuyo.
Un abrazo
Es verdad, el Facundo es un panfleto, pero un panfleto hecho con mucho talento (compárese con las bestialidades de Florencio Varela, por ejemplo) y con un encomiable afán de análisis concreto de la sociedad argentina.
Algo que advertí en una segunda lectura, hace años, es el trasfondo de simpatía e identificación que el autor tiene hacia el protagonista al que pretende demoler.
Después de todo, eran primos segundos, retoños de la familia Quiroga Sarmiento.
Saludos
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