lunes, 27 de diciembre de 2010

Traduciendo a Horacio González, Anexo 1.

Al igual que la guerra, la gente no hace por gusto la revolución.

Sin embargo, la diferencia radica en que, en una guerra, el papel decisivo es el de la coacción; en una revolución no hay otra coacción que la de las circunstancias.

La revolución se produce cuando no queda ya otro camino.

La insurrección, elevándose por encima de la revolución como una cresta en la cadena montañosa de los acontecimientos, no puede ser provocada artificialmente, lo mismo que la revolución en su conjunto.

Las masas atacan y retroceden antes de decidirse a dar el último asalto.

De ordinario se opone la conspiración a la insurrección, como la acción concertada de una minoría ante el movimiento elemental de la mayoría.

En efecto: una insurrección victoriosa que sólo puede ser la obra de una clase destinada a colocarse a la cabeza de la nación; es profundamente distinta, tanto por la significación histórica como por sus métodos, de un golpe de Estado realizado por conspiradores que actúan a espaldas de las masas.

De hecho, en toda sociedad de clases existen suficientes contradicciones como para que entre las fisuras se pueda urdir un complot.

La experiencia histórica prueba, sin embargo, que también es necesario cierto grado de enfermedad social -como en España, en Portugal y en América del Sur- para que la política de las conspiraciones pueda alimentarse constantemente.

En estado puro, la conspiración, incluso en caso de victoria, sólo puede reemplazar en el poder camarillas de la misma clase dirigente o, menos aún, sustituir hombres de Estado

La victoria de un régimen social sobre otro sólo se ha dado en la historia a través de insurrecciones de masas.

Mientras que, frecuentemente, los complots periódicos son la expresión del marasmo y la descomposición de la sociedad, la insurrección popular, en cambio, surge de ordinario como resultado de una rápida evolución anterior que rompe el viejo equilibrio de la nación.

Las "revoluciones" crónicas de las repúblicas sudamericanas no tienen nada en común con la revolución permanente, sino que, al contrario, son en cierto sentido su antítesis.

Lo que acabamos de decir no significa en absoluto que la insurrección popular y la conspiración se excluyan mutuamente en todas las circunstancias.

Un elemento de conspiración entra casi siempre en la insurrección en mayor o menor medida.

Etapa históricamente condicionada de la revolución, la insurrección de las masas no es nunca exclusivamente elemental.

Aunque estalle de improviso para la mayoría de sus participantes, es fecundada por aquellas ideas en las que los insurrectos vean una salida para los dolores de su existencia.

Pero una insurrección de masas puede ser prevista y preparada.

Puede ser organizada de antemano.

En este caso, el complot se subordina a la insurrección, la sirve, facilita su marcha, acelera su victoria.

Cuanto más elevado es el nivel político de un movimiento revolucionario y más seria su dirección, mayor es el lugar que ocupa la conspiración en la insurrección popular.

Es indispensable comprender exactamente la relación entre la insurrección y la conspiración, tanto en lo que las opone como en lo que se completan recíprocamente, y con mayor razón dado que el empleo mismo de la palabra "conspiración" tiene un aspecto contradictorio en la literatura marxista según designe a la actividad independiente de una minoría que toma la iniciativa o a la preparación por la minoría del levantamiento de la mayoría.

Es cierto que la historia demuestra que una insurrección popular puede vencer en ciertas condiciones sin complot.

Al surgir por el ímpetu "elemental" de una revuelta general, en diversas protestas, manifestaciones, huelgas, escaramuzas callejeras, la insurrección puede arrastrar a una parte del ejército, paralizar las fuerzas del enemigo y derribar el viejo poder.

Esto es -hasta cierto punto- lo que sucedió en febrero de 1917 en Rusia.

Un cuadro análogo presenta el desarrollo de las revoluciones alemana y austrohúngara durante el otoño de 1918.

En la medida en que en estos dos casos no estaban a la cabeza de los insurrectos partidos profundamente penetrados de los intereses y designios de la insurrección, la victoria de ésta debía transmitir inevitablemente el poder a las manos de los partidos que se habían opuesto a la insurrección hasta el último momento.

Derribar el antiguo poder es una cosa.

Otra diferente es adueñarse de él.

En una revolución, la burguesía puede tomar el poder, no porque sea revolucionaria, sino porque es la burguesía: tiene en sus manos la propiedad, la instrucción, la prensa, una red de puntos de apoyo, una jerarquía de instituciones.

En muy diferente situación se encuentra el proletariado: desprovisto de los privilegios sociales que existen en su exterior, el proletariado insurrecto sólo puede contar con su propio número, su cohesión, sus cuadros, su Estado Mayor.

Del mismo modo que un herrero no puede tomar con su mano desnuda un hierro candente, el proletariado tampoco puede conquistar el poder con las manos vacías: le es necesaria una organización apropiada para esta tarea.

En la combinación de la insurrección de masas con la conspiración, en la subordinación del complot a la insurrección, en la organización de la insurrección a través de la conspiración, radica el terreno complicado y lleno de responsabilidades de la política revolucionaria que Marx y Engels denominaban "el arte de la insurrección".

Ello supone una justa dirección general de las masas, una orientación flexible ante cualquier cambio de las circunstancias, un plan meditado de ofensiva, prudencia en la preparación técnica y audacia para dar el golpe.

Los historiadores y los hombres políticos designan habitualmente insurrección de las fuerzas elementales a un movimiento de masas que, ligado por su hostilidad al antiguo régimen, no tiene perspectivas claras ni métodos de lucha elaborados, ni dirección que conduzca conscientemente a la victoria.

Los historiadores oficiales, por lo menos los demócratas, presentan a la insurrección de las fuerzas elementales como una calamidad histórica inevitable cuya responsabilidad recae sobre el antiguo régimen.

La verdadera causa de esta indulgencia consiste en que la insurrección de las fuerzas elementales no puede salir de los límites del régimen burgués.

Por el mismo camino marcha también la socialdemocracia: no niega la revolución en general, en tanto que catástrofe social, del mismo modo que no niega los terremotos, las erupciones de los volcanes, los eclipses de sol y las epidemias de peste.

Lo que niega como "blanquismo" o, peor aún, como bolchevismo, es la preparación consciente de la insurrección, el plan, la conspiración.

En otros términos, la socialdemocracia está dispuesta a sancionar, aunque ciertamente con retraso, los golpes de Estado que transmiten el poder a la burguesía, condenando al mismo tiempo con intransigencia los únicos métodos que pueden transmitir el poder al proletariado.

Tras una falsa objetividad se esconde una política de defensa de la sociedad capitalista.

De sus observaciones y reflexiones sobre los fracasos de numerosos levantamientos en los que participó o fue testigo, Augusto Blanqui dedujo un cierto número de reglas tácticas, sin las cuales la victoria de la revolución se hace extremadamente difícil si no imposible.

Blanqui recomendaba la creación con tiempo suficiente de destacamentos revolucionarios regulares con dirección centralizada, un buen aprovisionamiento de municiones, un reparto bien calculado de las barricadas, cuya construcción sería prevista y que se defenderían sistemáticamente.

Por supuesto, todas estas reglas, concernientes a los problemas militares de la insurrección, deben ser inevitablemente modificadas al mismo tiempo que las condiciones sociales y la técnica militar cambien; pero de ningún modo son "blanquismo" en sí mismas, en el sentido que los alemanes puedan hablar de "putchismo" o de "aventurismo" revolucionario.

La insurrección es un arte y como todo arte tiene sus leyes.

Las reglas de Blanqui respondían a las exigencias del realismo en la guerra revolucionaria.

El error de Blanqui consistía no en su teorema directo, sino en el recíproco.

Del hecho que la incapacidad táctica condenaba al fracaso a la revolución, Blanqui deducía que la observación de las reglas de la táctica insurreccionar era capaz por sí misma de asegurar la victoria.

Solamente a partir de esto es legítimo oponer el blanquismo al marxismo.

La conspiración no sustituye a la insurrección.

La minoría activa del proletariado, por bien organizada que esté, no puede conquistar el poder independientemente de la situación general del país: en esto el blanquismo es condenado por la historia.

Pero únicamente en esto.

El teorema directo conserva toda su fuerza.

Al proletariado no le basta con la insurrección de las fuerzas elementales para la conquista del poder.

Necesita la organización correspondiente, el plan, la conspiración.

Es así como Lenin plantea la cuestión.

La crítica de Engels, dirigida contra el fetichismo de la barricada, se apoyaba en la evolución de la técnica en general y de la técnica militar.

La técnica insurreccional del blanquismo correspondía al carácter del viejo París, a su proletariado, compuesto a medias de artesanos; a las calles estrechas y al sistema militar de Luis Felipe.

En principio, el error del blanquismo consistía en la identificación de revolución con insurrección.

El error técnico del blanquismo consistía en identificar la insurrección con la barricada.

La crítica marxista fue dirigida contra los dos errores.

Considerando, de acuerdo con el blanquismo, que la insurrección es un arte, Engels descubrió no sólo el lugar secundario de la insurrección en la revolución, sino también el papel declinante de la barricada en la insurrección.

La crítica de Engels no tenía nada en común con una renuncia a los métodos revolucionarios en provecho del parlamentarismo puro, como intentaron demostrar en su tiempo los filisteos de la socialdemocracia alemana, con el concurso de la censura de los Hohenzollern.

Para Engels, la cuestión de las barricadas seguía siendo uno de los elementos técnicos de la insurrección.

Los reformistas, en cambio, intentaban concluir de la negación del papel decisivo de la barricada la negación de la violencia revolucionaria en general.

Es más o menos como si, razonando sobre la disminución probable de la trinchera en la próxima guerra, se dedujese el hundimiento del militarismo.

La organización con la que el proletariado pudo no sólo derribar el antiguo régimen, sino también sustituirlo, es el soviet.

Lo que más adelante se convirtió en el resultado de la experiencia histórica, hasta la insurrección de Octubre, no era más que un pronóstico teórico, aunque se apoyaba, es cierto, sobre la experiencia previa de 1905.

Los soviets son los órganos de preparación de las masas para la insurrección, los órganos de la insurrección y, después de la victoria, los órganos del poder.

Sin embargo, los soviets no resuelven por sí mismos la cuestión.

Según su programa y dirección, pueden servir para diversos fines.

El partido es quien da a los soviets el programa.

Si en una situación revolucionaria -y fuera de ella son generalmente imposibles- los soviets engloban a toda la clase, a excepción de las capas completamente atrasadas, pasivas o desmoralizadas, el partido revolucionario está a la cabeza de la clase.

El problema de la conquista del poder sólo puede ser resuelto por la combinación del partido con los soviets, o con otras organizaciones de masas más o menos equivalentes a los soviets.

Cuando el soviet tiene a su cabeza un partido revolucionario, tenderá conscientemente y a tiempo a adueñarse del poder.

Adaptándose a las variaciones de la situación política y al estado de espíritu de las masas, preparará los puntos de apoyo de la insurrección, ligará los destacamentos de choque a un único objetivo y elaborará de antemano el plan de ofensiva y del último asalto: esto precisamente significa introducir la conspiración organizada en la insurrección de masas.

Más de una vez, y mucho antes de la insurrección de Octubre, los bolcheviques habían tenido que refutar más de una vez las acusaciones que les dirigían sus adversarios, quienes les imputaban maquinaciones conspirativas y blanquismo.

Y sin embargo nadie como Lenin llevó una lucha tan intransigente contra el sistema de pura conspiración. Los oportunistas de la socialdemocracia internacional tomaron más de una vez bajo su protección la vieja táctica socialista revolucionaria del terror individual contra los agentes del zarismo, resistiéndose a la crítica implacable de los bolcheviques, que oponían al individualismo aventurero de la intelligentsia el camino de la insurrección de masas.

Pero al rechazar todas las variantes del blanquismo y del anarquismo, Lenin no se postraba ni un minuto ante la fuerza elemental "sagrada" de las masas.

Había reflexionado antes, y con más profundidad que cualquier otro, sobre la relación entre los factores objetivos y subjetivos de la revolución, entre el movimiento de las fuerzas elementales y la política del partido, entre las masas populares y la clase avanzada, entre el proletariado y su vanguardia, entre los soviets y el partido, entre la insurrección y la conspiración.

Pero el hecho de que no se pueda provocar cuando se quiere un levantamiento y que para la victoria sea necesario organizar oportunamente la insurrección, plantea a la dirección revolucionaria el problema de dar un diagnóstico exacto: es preciso sorprender a tiempo la insurrección que asciende para completarla con una conspiración.

Aunque se haya abusado mucho de la imagen, la intervención obstétrica en un parto sigue siendo la ilustración más viva de esta intromisión consciente en un proceso elemental.

Herzen acusaba hace tiempo a su amigo Bakunin de que, en todas sus empresas revolucionarias, invariablemente tomaba el segundo mes del embarazo por el noveno.

En cuanto a Herzen, estaba más bien dispuesto a negar el embarazo incluso en el noveno mes.

En febrero, casi no se planteó la cuestión de la fecha del parto en la medida en que la insurrección había estallado de "manera inesperada", sin dirección centralizada.

Pero precisamente por eso el poder pasó no a los que habían realizado la insurrección, sino a los que la habían frenado.

Ocurría de una forma muy distinta en la nueva insurrección: estaba conscientemente preparada por el partido bolchevique.

El problema de elegir el buen momento para dar la señal de ofensiva recayó, por ello mismo, en el Estado Mayor bolchevique.

La palabra "momento" no ha de entenderse literalmente, como un día y una hora determinados: incluso para los alumbramientos, la naturaleza concede un margen de tiempo considerable cuyos límites no sólo interesan a la obstetricia, sino también a la casuística del derecho de sucesión.

Entre el momento en que la tentativa de provocar un levantamiento, por ser aún inevitablemente prematura, conduciría a un aborto revolucionario, y el otro momento en que la situación favorable debe ser considerada ya como irremediablemente perdida, transcurre un cierto período de la revolución -puede medirse en semanas y, algunas veces, en meses- durante el cual la insurrección puede realizarse con más o menos probabilidades de triunfo.

Discernir este período relativamente corto y escoger después un momento determinado, en el sentido preciso del día y de la hora, para dar el último golpe, constituye la tarea más llena de responsabilidades para la dirección revolucionaria.

Se puede justamente considerarlo como el problema clave, puesto que relaciona la política revolucionaria con la técnica de la insurrección: ¿habrá que recordar que la insurrección, lo mismo que la guerra, es, la prolongación de la política, sólo que por otros medios?

La intuición y la experiencia son necesarias para una dirección revolucionaria, así como para los otros aspectos del arte creador.

Pero eso no basta.

También el arte del curandero puede reposar, y no sin éxito, sobre la intuición y la experiencia.

El arte del curandero político sólo basta para las épocas y períodos en los que predomina la rutina.

Una época de grandes cambios históricos ya no tolera las obras de los curanderos.

La experiencia, incluso inspirada por la intuición, no es suficiente.

Es necesario un método materialista que permita descubrir, tras las sombras chinescas de los programas y las consignas, el movimiento real de los cuerpos sociales.

Las premisas esenciales de una revolución consisten en que el régimen social existente se encuentra incapaz de resolver los problemas fundamentales del desarrollo de la nación.

La revolución no se hace, sin embargo, posible más que en el caso en que entre los diversos componentes de la sociedad aparece una nueva clase capaz de ponerse a la cabeza de la nación para resolver los problemas planteados por la historia.

El proceso de preparación de la revolución consiste en que las tareas objetivas, producto de las contradicciones económicas y de clase, logran abrirse un camino en la conciencia de las masas humanas, modifican aspectos y crean nuevas relaciones entre las fuerzas políticas.

Como resultado de su incapacidad manifiesta para sacar al país del callejón, las clases dirigentes pierden fe en sí mismas, los viejos partidos se descomponen, se produce una lucha encarnizada entre grupos y camarillas y se centran todas las esperanzas en un milagro o en un taumaturgo.

Todo esto constituye una de las premisas políticas de la insurrección, extremadamente importante aunque pasiva.

La nueva conciencia política de la clase revolucionaria, que constituye la principal premisa táctica de la insurrección, se manifiesta por una furiosa hostilidad al orden establecido y por la intención de realizar los esfuerzos más heroicos y estar dispuesta a tener víctimas para arrastrar al país a un camino de rehabilitación.

Los dos campos principales, los grandes propietarios y el proletariado, no representan, sin embargo, la totalidad de la nación.

Entre ellos se insertan las amplias capas de la pequeña burguesía, que recorren toda la gama del prisma económico y político.

El descontento de las capas intermedias, sus desilusiones ante la política de la clase dirigente, su impaciencia y su rebeldía, su disposición a apoyar la iniciativa audazmente revolucionaria del proletariado, constituyen la tercera condición política de la insurrección, en parte pasiva en la medida que neutralice a los estratos superiores de la pequeña burguesía, y en parte activa en la medida que empuje a los sectores más pobres a luchar directamente codo a codo con los obreros.

La reciprocidad condicional de esas premisas es evidente: cuanto más resuelta y firmemente actúe el proletariado y, por tanto, mayores sean sus posibilidades de arrastrar a las capas intermedias, tanto más aislada quedará la clase dominante y más se acentuará su desmoralización.

Y, en cambio, la disgregación de los grupos dirigentes lleva agua al molino de la clase revolucionaria.

El proletariado sólo puede adquirir esa confianza en sus propias fuerzas -indispensable para la revolución- cuando descubre ante él una clara perspectiva, cuando tiene la posibilidad de verificar activamente la relación de fuerzas que cambia a su favor y cuando se siente dirigido por una dirección perspicaz, firme y audaz.

Esto nos conduce a la condición, última en su enumeración pero no en su importancia, de la conquista del poder: al partido revolucionario como vanguardia estrechamente única y templada de la clase.

Gracias a una combinación favorable de las condiciones históricas, tanto internas como internacionales, el proletariado ruso tuvo a su cabeza un partido excepcionalmente dotado de una claridad política y de un temple revolucionario sin igual: únicamente esto permitió a una clase joven y poco numerosa cumplir una tarea histórica de gran envergadura.

En general, como lo atestigua la historia -la Comuna de París, las revoluciones alemana y austríaca de 1918, los soviets de Hungría y de Baviera, la revolución italiana de 1919, la crisis alemana de 1923, la revolución china de los años 1925-1927, la revolución española de 1931-, el eslabón más débil en la cadena de las condiciones ha sido hasta ahora el del partido: lo más difícil para la clase obrera consiste en crear una organización revolucionaria que esté a la altura de sus tareas históricas.

En los países más antiguos y más civilizados, hay fuerzas considerables que trabajan para debilitar y descomponer la vanguardia revolucionaria.

Una importante parte de este trabajo se ve en la lucha de la socialdemocracia contra el "blanquismo", denominación bajo la cual se hace figurar la esencia revolucionaria del marxismo.

León Trotsky

HISTORIA DE LA REVOLUCION RUSA

Tomo II

Capitulo XX

El arte de la insurrección

http://www.marxists.org/espanol/trotsky/1932/histrev/tomo2/hoja20.htm

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